Hay tiempo para aprender y tiempo para enseñar;
hay momentos para callar y momentos exactos para hablar.
Pero no existe tiempo para que me digan cómo sentir,
no hay horario para que empaqueten mi rabia en sonrisas ajenas.
Me ven tranquilo y creen que soy inofensivo,
como quien confunde calma con ausencia de fuego.
Se equivocan. Bajo la superficie hay magma,
y yo no escupo palabras por moda: las vomito por necesidad.
Ustedes con sus diccionarios de orgullo presumen de memoria,
de análisis fino, de títulos colgados como medallas.
Tienen talento; lo reconozco.
Pero lo guardan como quien guarda un hacha para la noche.
Lo usan para apuntar, para humillar, para hacer caer.
Se creen catedráticos del desprecio y practican la risa como arma.
Me revienta la hipocresía con cara de buen vecino:
hablan de hermandad y después escupen a la espalda,
fundan clubes de bondad en redes, luego se esconden tras el teclado,
y cuando los confrontas, se hacen los sordos, los santos de mentira.
Hermanos que en público son ángeles y en privado son ratas;
ese teatro barato me lo sé de memoria.
He caído en la trampa de la ira, sí.
He sido violento con la lengua, he dicho lo que dolía.
Pero aprendí a frenar, a mirar el abismo antes de saltar,
porque no quiero que mi furia me vuelva lo que detesto.
Hace un año respiré y cambió el pulso: ahora hablo de frente, aunque duela.
Yo soy principio y fin de mi propio infierno.
No vine a ser santo ni a lavar conciencias,
vine a ser faro en la niebla, vigilante en los huecos donde nadie mira.
Prefiero ser el que entra al túnel con la linterna rota,
el que recoge a los que se caen por mala suerte,
a mantenerme en la orilla celebrando como si nada pasara.
Sus máscaras se pudren poco a poco; lo noto en las miradas,
en el temblor de la sonrisa falsa cuando ya no hay público.
Quisiera arrancarlas con las uñas, devolverles el reflejo que esconden,
que se miren y sean incapaces de justificar sus cobardías.
No busco la matanza del alma eso sería ser igual que ustedes,
quiero la limpieza: que la verdad pese más que la apariencia.
Me niego a ser su circo ni su terapia gratuita de burlas.
Me niego a que mis silencios sean su diversión.
Si hablan, que sea con altura; si callan, que sea por respeto.
Y si no pueden, que su ruido no apague a los que intentan decir algo real.
Tengo alas rotas y la noche me enseñó a coserlas con filo,
a transformar la mordida de la duda en aguja que cose certezas.
Soy Lucifer que aprendió a reencenderse,
la sombra que se volvió oficio de salvación,
la noche que cuida el secreto de una pequeña luz.
No soy el verdugo de nadie; soy la advertencia que no pidió permiso.
Camino descalzo por el valle de las sombras y recojo los nombres de los perdidos,
les doy un lugar donde escupir sus miedos y, a veces, los invito a ser mejores.
Si eso los incomoda, bienvenido sea: que se incomoden y despierten.
A ustedes que hablan por vicio les digo: aprendan a callar cuando toca,
y cuando hablen, que sea para construir y no para enterrar.
A mí mismo me digo: no olvides que la furia puede ser herramienta,
pero también puede convertirse en cadena.
Que mi combate sea por la verdad, no por la satisfacción de destruir.
Y a ti, que eres la luz en mi costado, te juro que mis noches ya no son entierros.
Eres la oración que no supo el templario, la calma entre el desastre,
la razón por la que vuelvo al día con menos agujeros en el pecho.
Si alguna vez vuelvo a mi cara de diablo, que sea para proteger lo que amé,
no para castigar por placer.
Así escribo: sin miedos, con saliva amarga y voz quebrada,
porque el lenguaje también sangra y la poesía es mi forma de pelear.
Que se queden los que no aguantan la verdad; que se vayan los que no la merecen.
Yo me quedo: con mis vergüenzas, con mis alas y con mi luz a medias.
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Editado: 24.10.2025