Memorias de Antaño

Ojos que no ven.

Dicen que los hombres nunca reciben flores en vida. Que, si acaso, las reciben una sola vez: cuando ya no pueden olerlas. Cuando están cuatro metros bajo tierra y entonces sí, todos llevan rosas de todos los colores y tamaños, como si el amor necesitara permiso de la muerte para expresarse.

Y fue ahí cuando entendí por qué tantas veces quise partir. Por qué el cansancio se me hizo hogar. Nunca lo digo, pero soy un amante de las flores. De casi todas. Aun así, hay dos que siempre me eligen: las rosas rojas y los tulipanes rosados. Por eso, cuando muera, sobre mi tumba crecerán rosas rojas; y si no encuentras mi cuerpo para darle sepultura digna, recuerda esto: busca tulipanes, porque los tulipanes brotarán sobre mi carne putrefacta.

Detesto recordar lo vulnerable que he sido por querer recibir, aunque sea, una margarita o una flor del campo. Detesto admitir que desear algo tan pequeño me haya hecho sentir tan expuesto. Jamás ocurrió. Nunca. Nadie lo hizo.

También detesto aquella ocasión en la que lloré hasta quedarme dormido, la mitad del día y toda la noche, hasta que amaneció otra vez. Todo por esperar una simple rosa de alguien que nunca me conoció de verdad, de alguien que confundió mi silencio con fortaleza y mi paciencia con inexistencia.

Las flores no pesan, no gritan, no exigen. Aun así, parecen demasiado para quienes creen que los hombres no sienten, que no esperan, que no se marchitan por dentro. Tal vez por eso llegan tarde, cuando el pecho ya no late y el nombre se pronuncia en pasado.

He aprendido que no es la flor lo que duele, sino su ausencia. No es el tallo ni las espinas, sino la certeza de que nadie pensó en regalarme algo vivo mientras yo aún respiraba.

Quizás por eso la tierra será generosa conmigo cuando ya no esté. Quizás ella sí sabrá devolverme lo que el mundo me negó: color, aroma, una forma silenciosa de amor.

Y si algún día pasas por donde descanso, no llores demasiado. Si ves rosas rojas, sabrás que ahí estoy. Si ves tulipanes rosados, también. Al final, floreceré de la única manera que supe esperar en silencio, y un poco tarde.




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