Cuando cargue tus huesos.

En el primer instante en que sostuve tus huesos entre mis manos,
sentí el mismo peso que sentí cuando naciste,
cuando lloraste por primera vez y yo supe que mi vida ya no me pertenecía.
No pude evitar recordar aquella primera vez que lloraste,
y ahora quien llora soy yo,
porque tú ya no estás.

Sentí el dolor de ser humana,
sentí el dolor del amor verdadero.
No le mientas a mamá.

Sé que estás ahí, pero ¿por qué no llamas?,
¿por qué no me das una pista de dónde estás descansando?
Quiero encontrarte para que al fin puedas descansar en paz.

Siento el peso de tus abrazos clavado en mi pecho,
el peso de tus huesos me obliga a recordarte,
me hace volver a tus primeros pasos,
tus primeras palabras, tus primeras travesuras
y tu última sonrisa.
Desde ese día hablo con la tierra como si fuera una vieja conocida.

Le pregunto en voz baja si te ha visto,
si te ha cubierto del frío, si te ha tratado con respeto.
Escarbo con las manos temblorosas,
porque no hay herramienta más fuerte que una madre buscando.

A veces siento culpa por encontrarte así,
por no haber llegado antes,
por no haberte protegido del mundo cruel que te arrancó de mí.

Pero también siento orgullo de no haberte abandonado,
de seguir pronunciando tu nombre aunque duela,
de no permitir que te conviertan en silencio.
Camino junto a otras madres que cargan la misma cruz.
Nos reconocemos sin hablar,
en las ojeras profundas, en las fotos dobladas,
en las rodillas cansadas y en la fe hecha pedazos.
Juntas buscamos restos, pero también justicia,
buscamos verdad para poder respirar sin ahogarnos.
Hijo, si me escuchas, dame una señal, aunque sea mínima.

Un susurro en el viento, una corazonada, un sueño.
Prometo no soltarte,
prometo llevarte a casa aunque sea en fragmentos,
prometo cubrirte de flores, de rezos y de memoria.
Porque aunque el mundo te haya olvidado,
tu madre no.
Porque aunque te hayan quitado la vida,
no han podido quitarme el amor.
Y mientras yo siga respirando,
seguiré buscándote.