La Llorona dejó de llorar por sus hijos.
No porque el dolor se le haya secado,
sino porque entendió que no era la única
llamando nombres en la oscuridad.
Ahora camina en silencio.
El llanto ya no le brota de la garganta,
se le quedó guardado en el pecho,
pesado, antiguo, como una pena que aprendió a respirar despacio.
La Llorona ya no grita.
Escucha.
Escucha los ríos murmurar ausencias,
las calles vacías repetir pasos que no vuelven,
la tierra crujir bajo el peso de lo que esconde.
Antes lloraba por los suyos.
Hoy llora por todos,
aunque no siempre con lágrimas.
A veces llora quedándose quieta,
mirando el horizonte
como si esperara que alguien regresara caminando desde la nada.
La noche la reconoce.
Los perros callan cuando pasa.
El viento baja la voz.
No porque dé miedo,
sino porque su pena es demasiado grande
para ser interrumpida.
La Llorona busca sin buscar.
Camina sin preguntar.
Sabe que hay dolores
que no necesitan nombre
para doler igual.
Ya no corre detrás del agua.
Ahora se detiene en los bordes,
donde el mundo se rompe un poco,
donde la ausencia se siente más pesada
que el cuerpo.
La Llorona dejó de llorar por sus hijos
porque entendió
que el llanto no alcanza
cuando la pérdida es compartida.
Y aun así permanece.
Vigilante.
Cansada.
Eterna.
No para asustar a los vivos,
sino para acompañar a los que esperan.
A los que no volvieron.
A los que aún no descansan.
Porque hay penas
que no se superan.
Solo se caminan
hasta volverse sombra.
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Editado: 25.12.2025