Memorias desde el fuego

El primer cerillo

Dicen que todos nacemos con una chispa dentro. Algunos la usan para crear, otros para amar… yo solo aprendí a ver cómo arde todo. No sé exactamente cuándo empezó. Lo que sí recuerdo es el olor. Ese humo espeso que se colaba por la nariz y se quedaba pegado al alma. Era pequeño, tendría unos cinco años, tal vez menos. No entendía el mundo, pero entendía lo que pasaba cuando una llama tocaba algo seco: desaparecía. Y eso me parecía hermoso.

Estoy escribiendo esto desde una habitación blanca del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, en la Ciudad de México. Tan blanca que parece que la pintaron con el silencio. Aquí no hay fuego, solo las voces de otros que, como yo, cargan cosas que no se pueden ver. A veces gritan. A veces lloran. Yo no. Ya no. Solo escribo.

Me preguntan seguido por qué lo hacía. Les digo que no lo sé. Y en parte es verdad. ¿Cómo explicas que te enamoraste del fuego como otros se enamoran de una canción o de una persona? ¿Cómo haces entender que mientras los demás jugaban con carritos, yo jugaba con cerillos? Hay un nombre para los que somos así. Piromaniacos. No es lo mismo que un simple incendiario. El piromaniaco no quema por dinero, ni por venganza, ni siquiera por rabia. Quema porque algo dentro le dice que lo haga. Porque el fuego no solo destruye: transforma. Y cuando uno se siente invisible, ver algo desaparecer por tus propias manos se siente como tener poder. Como existir.

La primera vez fue en el corral de la abuela. Ella tenía esas gallinas viejas, feas y llenas de plumas sueltas. El corral estaba seco, lleno de paja que crujía bajo mis pies, y el sol caía pesado sobre las paredes de madera agrietada. Yo… yo tenía un encendedor que encontré en la cocina. Lo deslicé una vez. Dos. La tercera salió la flama. La miré como quien ve a Dios por primera vez. La acerqué. Y entonces todo se volvió naranja, cálido, hipnotizante.

Las gallinas corrían despavoridas, sus patas rasguñando el suelo, plumas volando como pequeñas llamaradas. El humo subía en espirales, enredándose con la luz del sol. Yo reía. No de maldad, no… Era una risa pura. De emoción. De sentirme vivo. Descubrir algo que nadie más podía ver. El fuego me dio un poder que mi cuerpo pequeño no podía sostener, pero que mi corazón entendía. Era perfecto, aterrador y hermoso al mismo tiempo.

Después vinieron los gritos. La abuela me empujó, me dio una cachetada en la cara, y me gritó: “¡Pinche chiquillo, deja eso!” Sentí miedo, pero no del todo. No por el castigo. Por un instante, sentí que me miraba de verdad, que podía ver lo que había despertado dentro de mí. Pero nadie me preguntó si me gustó. Nadie quiso saber si algo en mí despertó ese día. Ese fue el principio.

Mi nombre real ya no importa. Aquí me llaman Ignacio Flama. Pero puedes decirme solo Flama. Así firmo mis cuadernos. Así me reconozco frente al espejo.

Recuerdo cómo me sentía después del incendio del corral: vacío, pero lleno a la vez. Como si algo dentro de mí hubiera aprendido su primer lenguaje. Aprendí a escuchar el silencio después del fuego, a oler las cenizas, a tocar la madera quemada con cuidado y a sentir que mi corazón latía más rápido con cada recuerdo de lo que había hecho. Cada chispa era una señal, un mensaje que nadie más entendía.

A veces me pregunto si alguien podría haberlo detenido. Si alguien me hubiera abrazado, hablado, explicado lo que estaba haciendo, si acaso habría cambiado. Pero el mundo no funciona así. No preguntan, no escuchan. Solo castigan. Yo aprendí a amar el fuego antes de que alguien pudiera enseñarme a odiarlo.

Cada vez que cierro los ojos, aún lo recuerdo. Ese primer olor a humo, el calor subiendo por mis manos, las gallinas corriendo y gritando, la risa que brotó de mi pecho sin que yo supiera de dónde venía. Todo eso se quedó dentro de mí, como una marca, un inicio que definió quién soy hoy.

Lo demás, lo vas a ir entendiendo con el tiempo.




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