Vivíamos en San Martín de las Pirámides, al norte del Estado de México. Una zona de tierra seca, donde el polvo se mete hasta en los dientes y los perros ladran más que la gente. Mi madre trabajaba en la Ciudad de México, salía temprano y regresaba tarde. Yo me quedaba con mi abuela: una mujer dura, de manos hinchadas, pelo recogido en un chongo tan apretado como su carácter.
El encendedor era rojo. Lo encontré en una caja metálica entre latas viejas y trastes oxidados, mientras mi abuela gritaba algo a la televisión. Siempre estaba gritando. Decía que el mundo estaba podrido y que la única solución era que todo ardiera. Nunca pensé que le iba a tomar la palabra tan literal.
Lo escondí bajo mi almohada durante días. Dormía con él cerca como si fuera un juguete secreto, un amuleto. Me gustaba girar la ruedita y escuchar el chasquido aunque no prendiera. Sentía que controlaba algo.
El corral quedaba detrás de la casa, cruzando un portón de lámina oxidada que chillaba como animal herido. Las gallinas vivían allí: sucias, flacas, enojonas. Nadie las quería. Solo estaban ahí porque sí, como los muebles viejos o la radio rota que colgaba en la cocina.
Ese día, la tierra olía a humedad. El cielo estaba cargado, como si se contuviera algo. Yo andaba inquieto. Saqué el encendedor del pantalón corto, miré a los lados, y vi la pila de paja seca en una esquina del corral. Era perfecta. Como si hubiera estado esperándome.
Me arrodillé. Pasé el pulgar con fuerza sobre la piedra. Una vez. Dos. A la tercera, la chispa salió. Y con ella, el fuego.
Primero una flama pequeña. Luego otra. En segundos, las llamas se treparon sobre la paja como bestias hambrientas. El calor me pegó en la cara y me hizo entrecerrar los ojos, pero no me moví. Las llamas danzaban. El humo comenzó a alzarse como una columna negra hacia el cielo.
Las gallinas corrieron despavoridas, cacareando, chocando entre ellas. Algunas se arrinconaron, otras corrían en círculos sin sentido. Yo solo las miraba, fascinado. Sentí el corazón golpearme el pecho, pero no de miedo. Era otra cosa. Algo que nunca había sentido. Algo parecido a alegría.
Entonces oí el chillido de la lámina. Mi abuela venía corriendo.
—¡¿QUÉ HICISTE, PINCHE CHIQUILLO?! —gritó con una furia que me hizo retroceder un paso.
Me agarró del brazo como si fuera a arrancármelo. Sus uñas se clavaron en mi piel. Me jaló con fuerza y me zarandeó. Yo no dije nada. Solo miraba el fuego mientras ella corría por una manguera vieja que apenas echaba agua.
Las gallinas seguían corriendo. El corral ya estaba casi todo envuelto. El humo picaba los ojos. Tosí. Pero aun así… sonreí. Fue solo un segundo. Una sonrisa pequeña. Íntima. Nadie la vio. Nadie tenía por qué entenderla.
Mi madre llegó poco después, con el uniforme sucio de fábrica, la cara desencajada. Cuando entró a la casa, la abuela le gritaba que yo estaba enfermo, que era un diablo. Ella no dijo nada. Solo se me quedó viendo con los ojos rojos, y de pronto se acercó. Me agarró del cuello de la camiseta y me soltó una cachetada tan fuerte que vi luces por un segundo.
—¡¿Qué hiciste, Ignacio?! ¡¿Qué demonios te pasa?! —me gritó con la voz quebrada.
Me ardía la cara, pero no lloré. No por orgullo. Es que todavía sentía el calor del fuego en las manos. Como si siguiera allí.
Me encerraron en mi cuarto. Sin cena. Sin palabras. Solo oía el agua arrastrando cenizas, las voces lejanas de los vecinos preguntando qué había pasado, y a mi abuela diciendo que yo no era normal.
Y quizá tenía razón.
Esa noche dormí abrazado al encendedor.
El fuego me había hablado por primera vez.