Memorias desde el fuego

El silencio después del fuego

Hay un silencio que llega después del fuego. No es como los otros silencios. No es paz. Es algo más espeso, más hondo. Como si todo hubiera quedado suspendido en el aire... pero chamuscado.
Después del incendio del corral, mi casa se volvió eso: un silencio quemado.
Mi madre dejó de hablarme por días. Ni un solo "buenos días", ni una mirada. Solo ese sonido de sus pasos alejándose, las llaves tintineando al salir antes del amanecer, y el portazo final. Me dejó solo con la abuela, que tampoco decía mucho. Me observaba como se observa a una grieta en la pared: sabiendo que si la ignoras, un día lo derrumba todo.
Pero yo no tenía palabras para defenderme. Ni para explicar lo que había sentido cuando el fuego bailó frente a mí. ¿Cómo se explica una emoción que no se parece a nada? ¿Cómo digo que me sentí completo?
No se puede.
Así que me encerré en mí mismo.
Pasaba horas en mi cuarto. Me recostaba boca arriba viendo las grietas del techo. A veces imaginaba que eran caminos. Me preguntaba si, si me hacía chiquito como un insecto, podría subir por una de ellas y salir de la casa, trepar por las paredes hasta desaparecer. Me sentía como una de esas mariposas que se queman con la luz. No entendía por qué, pero algo me atraía al fuego. No el fuego físico, sino lo que sentía cuando lo miraba.
"No estás bien." Eso fue lo único que escuché decir a mi madre una noche, creyendo que yo dormía.
-Ese niño no está bien, jefa... no es normal que haga eso.
-Te dije desde chiquito que tenía la mirada rara -susurró la abuela-. Parece que trae algo pegado.
-¿Y qué hago? ¿Lo llevo con un cura o con un doctor?
Me hice el dormido. Pero por dentro algo se rompió. No porque me doliera lo que decían. Me dolía el hecho de que no me preguntaran. Solo hablaban de mí, como si yo fuera una cosa rota que alguien tenía que arreglar. Como si no pudiera decir nada. Como si mi silencio confirmara su miedo.
Fue en esos días cuando empecé a dibujar. No sabía dibujar bien, pero me obsesioné con las formas del fuego. Flamas en las esquinas de los cuadernos. Un círculo con llamas saliendo. A veces dibujaba cosas quemándose: una silla, una casa, un pájaro. Luego les ponía nombres. O frases.
"Lo que arde no duele."
"Todo lo que toco, desaparece."
"La flama soy yo."
Yo no pensaba que estuviera mal. Solo sentía que necesitaba sacar algo. Como si tuviera una fogata dentro que nadie más podía ver, pero que no paraba de crecer. Dibujar era la única forma de que no me quemara por dentro.
A veces pensaba en el encendedor. Lo había escondido en una media, enrollado y metido en un frasco vacío de mayonesa. Lo guardé debajo de una tabla suelta en el clóset. Lo tocaba por las noches, como si fuera un amuleto.
¿Estoy loco?, me preguntaba.
¿Y si sí lo estoy? ¿Y si el fuego me hizo algo?
Pero luego recordaba lo que sentí aquel día. La belleza de las llamas, el color, el ruido, el calor... y me respondía a mí mismo:
No. Loco es este mundo gris. Loco es vivir sin sentir nada.
En la escuela, también empecé a sentirme invisible. Me sentaba al fondo. Copiaba lo necesario. Algunos niños se reían de mí. Me decían "el que quemó las gallinas". Pero yo no decía nada. Ni los oía, en realidad. Estaba pensando en otra cosa. En la siguiente vez. No para quemar algo. Solo para volver a sentir.
El maestro Jaime fue el único que notó algo.
-¿Todo bien en casa, Ignacio?
Asentí. Bajé la cabeza.
-¿Seguro?
No respondí.
Él suspiró, me dio una palmadita en el hombro y siguió su camino. Nadie insistía mucho. Nadie quería acercarse demasiado.
Supongo que, desde entonces, el fuego dejó de estar afuera. Se me metió dentro. Y una vez que entra, ya no se apaga.
Y yo no quería que se apagaralo.




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