Memorias desde el fuego

El cuaderno escondido

Hay cosas que uno no debería encontrar. Cosas que no están hechas para ojos ajenos. Yo tenía once años cuando mi madre encontró el cuaderno. Y todavía puedo ver su rostro, parado en la puerta, con las manos temblando y los labios apretados como si no supiera si gritar o llorar.
Lo había escondido bien. O eso creía.
Era un cuaderno de pasta negra, forrado con cinta adhesiva por las orillas. Lo guardaba bajo una tabla suelta del clóset, entre el polvo y una caja de zapatos llena de boletos de camión viejos. Ahí estaban mis dibujos. Las llamas. Las frases. Algunos recortes de periódico de incendios que encontraba por ahí. Un día incluso copié un pedazo de la Biblia donde hablaba del fuego como castigo divino. Me gustaba cómo sonaba.
"El Señor hará llover sobre ellos fuego y azufre."
Lo subrayé con lápiz rojo. Le puse: "Justicia pura."
No era maldad. Era fascinación. No buscaba hacerle daño a nadie. Solo... entender. O, tal vez, recordarme que el mundo tenía algo que sí me emocionaba.
Pero cuando llegué ese día a casa, algo estaba distinto. La puerta estaba abierta. Eso no era normal. Entré despacio. El aire estaba espeso, cargado. No por humo esta vez... sino por algo peor.
Mi madre estaba en la cocina. De pie, frente a la mesa. Tenía el cuaderno abierto, y las hojas esparcidas como si las hubiera sacado con rabia, una por una.
-¿Qué es esto, Ignacio?
Me quedé helado.
-¿¡Qué chingados es esto?! -repitió, esta vez más fuerte, levantando el cuaderno con la mano como si fuera algo sucio.
No supe qué decir.
-¿Por qué dibujas estas cosas? ¿Por qué escribes que todo debe arder? ¿Estás enfermo? ¡¿Estás enfermo o qué?!
Negué con la cabeza, pero mi voz no salió.
Ella empezó a caminar de un lado a otro. Tenía los ojos llenos de rabia, pero también de miedo. Miedo real. Como si estuviera viendo a un extraño en lugar de a su hijo.
-¿Tú hiciste el incendio de la caseta ,esa que salió en la noticia? ¿¡También fuiste tú, cabrón?! -gritó, aunque sabía que no tenía pruebas.
Quise hablar. Explicarle. Decirle que no, que ese incendio no había sido mío. Que solo recorté la nota porque me llamó la atención. Pero las palabras no salían. Tenía un nudo en la garganta como si me hubieran amarrado por dentro.
-¡Esto no es normal, Ignacio! ¡Esto lo hace alguien que está mal de la cabeza!
Rasgó una de las hojas, la que tenía la frase "La flama soy yo."
-¡Tú necesitas ayuda! -Y luego murmuró algo que se me clavó como una espina bajo la piel:
"A veces pienso que no eres mi hijo... que algo se metió en ti."
Esa frase me quemó más que cualquier incendio.
Me encerré en mi cuarto. Escuché cómo rompía el cuaderno en pedazos, uno por uno. Cómo los papeles
caían al suelo, arrugados, despedazados. Quise gritar, pero me aguanté. Me metí bajo las cobijas, me tapé los oídos. Sentía como si me estuvieran arrancando la piel.
Ya no era solo enojo. Era dolor.
Había escrito esas cosas para mí. No para nadie más. No quería que las viera. No quería que las tocara. No quería que las destruyera.
Y ahí, en la oscuridad, juré dos cosas:
Uno: nunca más le mostraría a nadie lo que llevaba dentro.
Y dos: si querían que fuera un monstruo... entonces eso sería.
Esa noche no cené. Ni hablé. Solo respiré despacio, mirando el techo, sintiendo la ausencia del cuaderno como si me hubieran vaciado el pecho.
Y por primera vez, lo entendí con claridad:
No había marcha atrás.




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