No sé cuántos años tenía exactamente. Catorce, tal vez quince. Aquí en el hospital los días se desdibujan, y los recuerdos se acumulan como ceniza. Pero de lo que sí estoy seguro es que fue de noche.
Todo arde mejor en la noche.
Eso lo descubrí esa vez.
Desde este cuarto blanco, frío, lleno de pastillas que adormecen, puedo cerrar los ojos y volver a aquel momento con tanta claridad como si no hubieran pasado años. Mi cuerpo, aunque entumido, aún recuerda el olor del thinner. El silencio del baldío. La forma en que el fuego se tragó esa casa abandonada como si siempre hubiera estado esperando por mí.
Era una construcción vieja, sin puertas, con ventanas tapiadas a medias y basura acumulada en las esquinas. Decían que ahí vivía un hombre que se murió solo. Que lo encontraron días después, con los ojos abiertos y la radio encendida. Nunca supe si era verdad. Para mí, era un lugar perfecto. Un cuerpo muerto al que yo podía darle una última llama.
No fue impulsivo. La gente cree que los pirómanos actuamos como locos, como bestias. No. Lo mío fue metódico, paciente. Cada paso fue necesario. Cada gota de alcohol, cada trapo empapado, cada cerillo guardado con cuidado... todo tenía un propósito.
Esa noche salí por la ventana del baño. Llevaba la mochila cargada, pero no pesaba. Era como si supiera que lo que iba a hacer me iba a quitar el peso de adentro. Caminé en silencio por las calles sin nombre, cruzando los lotes baldíos, con la luna como testigo muda. Nadie me vio. Nadie me ve nunca. Ni entonces, ni ahora.
Entré a la casa sin dudar. Todo olía a polvo viejo y orines secos. Las paredes estaban manchadas. El suelo, lleno de botellas. En una esquina, un colchón mordido por las ratas. Ese fue el altar.
Puse el trapo empapado en el centro. Rocié alcohol alrededor, con cuidado, como quien prepara una cena. Saqué el encendedor largo y esperé. Cerré los ojos unos segundos. Respiré profundo. Y prendí.
El fuego salió como si me conociera. Como si fuera mío.
No hubo explosión, no hubo caos. Solo el sonido de las llamas comiendo despacio, con elegancia. El colchón crujía como un animal al morir. La madera se quejaba. El humo subía en espirales negras.
Y yo... yo estaba en paz.
No me moví. No retrocedí. Miré todo desde un rincón, con el rostro tranquilo, las manos quietas. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí rabia. No sentí angustia. Solo eso: silencio.
Silencio real.
Volví a casa cuando la madrugada se espesaba. Me metí a la cama sin hacer ruido. Dormí profundamente.
A la mañana siguiente, la noticia estaba en boca de todos: "Se incendia casa abandonada en la colonia Jardines de Bellavista". La reportera decía que no había heridos, pero que el fuego fue intenso. Los vecinos sospechaban que fue provocado. Nadie mencionó mi nombre. Nadie sospechó de mí. ¿Por qué lo harían? Yo era ese alumno callado, puntual, con las libretas en orden. El que nadie mira dos veces.
Ese día en la escuela, mientras algunos hablaban del incendio con morbo o chismes, yo anoté algo en un pedazo de papel, con letra lenta, como si escribiera una plegaria:
"Lo que otros temen, a mí me salva."
Doblé el papel cuatro veces y lo escondí en mi zapato.
Hay quienes encuentran fe en los libros sagrados. Otros la encuentran en la voz de un ser querido, en una canción, en una sonrisa.
Yo la encontré en la flama.
Y ahora, escribiendo esto desde una celda acolchonada, lo admito sin vergüenza:
Esa noche me sentí más humano que nunca.
Porque el fuego me devolvió el alma.