Memorias desde el fuego

Los ojos de mariela

A veces, cuando el medicamento no me duerme del todo, vuelvo a verla. No como era al final. La veo como la vi la primera vez: con el cabello suelto, los tenis llenos de tierra y los ojos que brillaban como si siempre estuviera al borde de una carcajada o de un secreto. No sé si fue amor. Tal vez solo era la necesidad de sentirme visto. Pero si algo me enseñó Mariela es que, incluso los que arden por dentro, pueden desear un poco de ternura.

La conocí por culpa de la escuela.

A los quince nos obligaron a hacer servicio comunitario en una colonia más jodida que la mía. Llenar formularios, pintar bardas, barrer calles. Lo odiaba. No por el trabajo, sino por la compañía. Gente hablando de cosas que no me importaban, maestros tomándose fotos para subirlas a sus redes como si nos estuvieran cambiando la vida. Yo solo iba para firmar la hoja.

Y ahí estaba ella.

Mariela.

Casi no hablaba, pero cuando lo hacía, te dejaba pensando. Era lista, directa, con una risa seca, como de quien ya entendió que el mundo es una broma pesada. La vi peleándose con un supervisor porque quería pintar flores en una barda y él le dijo que pusiera "valores de convivencia". Ella le respondió: "¿Y tú convives con alguien que no te da asco?"

Esa noche la soñé.

Los días siguientes empezamos a hablar. Primero tonterías, luego libros, luego películas. Me preguntó qué dibujaba en mi libreta. Le dije: "fuego". Se rió, no con burla, sino como si le hablara de un personaje de cuento.

-¿Y por qué fuego?

-Porque es lo único que no finge.

Eso le gustó. O al menos no se alejó.

Pasaron semanas. Empecé a esperarla. Me sorprendí buscando su mirada cuando llegábamos al punto de reunión. Me aprendí su risa. Me aprendí su enojo. Me aprendí el lunar que tenía cerca de la clavícula.

Y por primera vez, sentí miedo.

Porque empecé a pensar que, si ella me veía como algo bueno... entonces tal vez yo podía serlo.

Empecé a escribir otra clase de frases. Menos oscuras. Menos rotas. Pensé en dejarlo. El fuego. El escondite. El ritual. Guardé los encendedores. Rompí algunas hojas. Incluso tiré la botella de thinner que tenía enterrada en el terreno baldío.

Pensé que si seguía así, si me aferraba a ella, podía ser alguien diferente.

Y entonces, como todo lo que brilla demasiado, algo se rompió.

Fue un sábado.

Ella no llegó al punto de reunión. Nadie sabía dónde estaba. Unos decían que se había enfermado. Otros, que se fue a otro proyecto. El maestro no dijo nada. Solo nos hizo pintar otra barda con frases que nadie iba a leer.

Dos días después, la vi... pero no estaba sola.

Estaba en la placita del barrio, en una banca, riéndose con un tipo más grande. No era risa nerviosa. Era risa de confianza. De intimidad. De costumbre.

No sé qué fue peor: la risa, o el hecho de que lo miraba como me había mirado a mí.

Esa noche volví al escondite. Saqué lo que me quedaba. Dibujé. Escribí. Quemé una servilleta con su nombre.

Y encendí algo más.

Una casucha al fondo del barrio donde hacíamos el servicio. Era de lámina. Vieja. Usada por indigentes. Nadie vivía ahí. Al menos eso creí.

El fuego se alzó rápido. No tan hermoso como otras veces. Era un fuego torpe. Rabioso. Me ardía más a mí que a la madera.

Al día siguiente, dijeron que encontraron a alguien ahí adentro. Un hombre. Medio carbonizado. Nadie sabía quién era. Nadie preguntó mucho. Solo lo mencionaron en voz baja y luego lo olvidaron.

Yo no.

Y ella tampoco.

No sé cómo lo supo. Tal vez me vio. Tal vez solo lo intuyó.

Una semana después, Mariela me encaró. Me dijo que daba miedo. Que había algo en mí que no encajaba. Que ella pensó que podía acercarse, pero se dio cuenta de que yo no quería ser salvado.

-Tú no estás roto, Ignacio -me dijo-. Tú eres fuego. Y el fuego no ama.

No volví a verla.

Y aunque lo intenté, no pude olvidarla.

Desde este lugar, años después, aún me pregunto si tenía razón. Si fui yo el que se saboteó. Si el fuego realmente me eligió, o si yo me rendí porque era más fácil quemar que sanar.

Lo único que sé es que nunca nadie me volvió a mirar como lo hizo ella.

Y a veces, cuando cierro los ojos, entre los sedantes y la soledad, la veo.

Y sí, Mariela: tenías razón.

El fuego no ama. Solo consume.




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