Memorias desde el fuego

La policía viene

Los pasillos de este hospital psiquiátrico no hacen eco. Están diseñados para silenciar los gritos. Pero hay algo que nunca deja de sonar, incluso aquí adentro: el recuerdo de una puerta golpeando tres veces, con el sonido seco y autoritario de la policía.
Tenía dieciséis años. La época en que todavía podía ocultarme tras una cara de adolescente callado. Pero ya no era suficiente. Ya no era invisible. Había ardido demasiado.
Fue una mañana. Mi madre aún dormía. Yo estaba en la cocina, preparando café sin ganas. La casa olía a humedad y a silencio. Y entonces: toc, toc, toc. Tres golpes que no eran de vecinos ni de cobradores. Eran distintos. Eran oficiales.
-¿Ignacio F.? -preguntó el primer agente, un tipo moreno, sin expresión, con una libreta negra en la mano.
No respondí.
Mi madre se asomó desde el pasillo con la bata mal abrochada y el pelo hecho nudos.
-¿Qué pasa?
-Venimos a hacer unas preguntas -dijo el segundo. Más joven. Más curioso. Sus ojos no dejaban de observarme.
Entraron con permiso forzado. Mi madre apenas entendía. Yo tampoco pregunté. Sabía, en el fondo, por qué estaban ahí.
-Ha habido una serie de incendios en la zona. Lugares abandonados. Pero el último, el del almacén en la calle Frontera, tuvo testigos. Alguien vio a un joven saliendo minutos antes. Más o menos tu edad, Ignacio.
Me quedé quieto. Las palabras no me alcanzaban. No temblé. No sudé. Solo los miré como si fueran parte de un mal sueño.
-¿Estabas por ahí esa noche?
-No -respondí. Automático.
-¿Tienes testigos?
-No. Estaba en casa.
-¿Solo?
Asentí. Mi madre no dijo nada. Ni me defendió, ni me acusó. Solo apretó los labios.
Los agentes intercambiaron miradas.
-Solo estamos haciendo preguntas -dijo el mayor-. Pero si sabes algo, es mejor hablar ahora.
Tomaron notas. Me dieron una tarjeta. Se fueron.
El silencio que dejaron fue peor que su presencia.
Esa noche, en la cena, mi madre no me miró a los ojos. Comió con lentitud, cortando los trozos de huevo como si fuesen carne de algo más importante.
-¿Fuiste tú?
No respondí.
-¿Fuiste tú, Ignacio?
Seguí masticando.
-¡Contéstame, carajo!
La miré por primera vez en horas.
-¿Y si lo fuera?
Ella se quedó helada. El tenedor le tembló en la mano.
-¿Sabes lo que me están diciendo los vecinos? ¿Sabes cómo me ven? ¡Como si yo te hubiera criado para ser un monstruo!
-No me criaste -le dije-. Solo estuviste ahí.
Se levantó de la mesa. Me lanzó una cachetada. No dolió. De hecho, se sintió como un abrazo mal ejecutado.
Después de eso, las cosas empeoraron.
Los vecinos comenzaron a hablar más fuerte. Me dejaban de mirar a los ojos. Algunos cruzaban la calle cuando pasaba. Otros solo cerraban las ventanas cuando me veían. En la tienda me vigilaban como si fuera a robar algo. Una señora me gritó "demonio" cuando pasé cerca de su reja.
Fui borrado del mundo sin que nadie hiciera un escándalo.
Y empecé a escribir más. A escondidas. En papeles sueltos. En servilletas. En el reverso de boletas escolares.
Una de esas noches, escribí algo que todavía guardo en mi memoria, aunque aquí adentro ya no me dejen tener papel ni plumas:
"La sospecha no necesita pruebas. Solo necesita fuego."
Y el fuego ya estaba en todas partes.
No me detuvieron. No tenían pruebas. Pero yo sabía que ya no faltaba mucho. Me sentía acorralado. No solo por la policía, sino por el mundo. Por la gente. Por el espejo.
Por mí.
Mi madre empezó a dormir con la puerta cerrada con seguro.
Y yo... yo comencé a tener sueños donde me prendía fuego a mí mismo.
Y no sentía dolor.
Solo paz.




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