Memorias desde el fuego

La verdad bajo la cama

A veces me pregunto si ella me soñará todavía. Si, en medio de la madrugada, su mente volverá a esa noche y se preguntará en qué momento su hijo se convirtió en un monstruo. O si prefiere creer que nunca me conoció.
Porque esa noche... la noche que encontraron mi cuaderno, fue la noche en que perdí para siempre a mi madre.
Era un cuaderno negro, forrado con cinta aislante, con las esquinas mordidas y páginas que olían a polvo y a infancia. Lo empecé a escribir cuando era niño, cuando todavía creía que las palabras podían salvarme. Ahí guardé mis dibujos de llamas, mis frases torcidas, mi miedo, mi odio, mi soledad.
Lo escondí bajo la cama, entre tablas flojas y bolsas de plástico, como quien esconde un cadáver que no sabe enterrar.
Esa noche, escuché el crujir del piso mientras fingía dormir. El rechinar del colchón, la respiración rápida de mi madre, el ruido de la bolsa rompiéndose. Un latido. Dos. Tres.
El silencio antes de su grito.
-¿¡Qué es esto!? -su voz sonaba como si estuviera ahogándose.
Me senté en la cama. No prendí la luz. No hacía falta. La luna entraba por la ventana, iluminándola mientras sostenía mi cuaderno abierto con manos temblorosas.
-¿¡Qué es esto, Ignacio!? ¡Dime que no es tuyo!
No contesté.
-¡Dime que no eres tú quien está haciendo todo esto!
No pude.
Entonces empezó a llorar. Un llanto feo, áspero, de esos que se pegan en la garganta y la hacen toser. Su bata estaba abierta, y pude ver los moretones en sus brazos, esas marcas que se hacía cuando se golpeaba por accidente al limpiar, o cuando se encerraba en el baño a llorar.
-Eres igual a él -dijo, y supe que hablaba de mi padre. Ese hombre al que nunca conocí, pero que ella siempre odiaba en silencio.
-No soy como él.
-¡Lo eres! ¡Mírate! ¡Eres un maldito monstruo!
Se lanzó sobre mí, golpeándome en el pecho, en los hombros, en la cara. Golpes flojos, pero cargados de rabia y de miedo. Gritaba mientras lo hacía, con la voz rota:
-¡No quiero un hijo como tú! ¡No quiero un enfermo en mi casa!
Yo no lloré. No grité. Solo levanté los brazos para cubrirme, sintiendo cada golpe como un latigazo que me decía "nunca te quise". O tal vez era yo mismo quien me lo decía.
En un momento, ella alzó el cuaderno como si fuera a golpearme con él, y lo jalé para quitárselo. El cuaderno se rompió, y las páginas salieron volando como aves negras en la habitación, cubriendo el suelo con mis dibujos de fuego, mis frases escritas en noches de soledad:
"El fuego no miente."
"Yo soy ceniza antes de ser hombre."
"Quiero desaparecer en las llamas."
Ella se arrodilló, recogiendo las hojas con manos temblorosas, llorando con mocos y saliva cayendo en el suelo. La miré y sentí algo que me dolió más que sus gritos: lástima.
En ese momento, afuera, escuché el motor de una patrulla y las voces de vecinos murmurando. El perro de al lado ladraba sin parar.
Ella levantó la cabeza y me miró con odio.
-Te van a llevar. Vas a pagar por todo esto.
No sé por qué esa frase me rompió. Tal vez porque era cierta. Tal vez porque, por un segundo, quise que me abrazara, que dijera "te voy a ayudar". Pero no lo hizo. Nunca lo iba a hacer.
Y yo tampoco pedí ayuda.
Me levanté, con el cuaderno roto en las manos, y ella trató de detenerme.
-¡Ignacio, no! -gritó, sujetándome del brazo con fuerza.
Me solté de un jalón, y ella cayó al suelo, golpeándose la espalda con el borde de la cama. Gritó de dolor, y por un instante quise ayudarla a levantarse.
Pero no lo hice.
Corrí.
Bajé las escaleras, abrí la puerta, y salí a la calle con el cuaderno destrozado en mis manos. El aire frío me cortó la piel, y por primera vez esa noche, las lágrimas me llenaron los ojos.
Corrí mientras escuchaba su llanto detrás de mí.
Corrí mientras los vecinos me miraban desde las ventanas.
Corrí mientras las luces de la patrulla se reflejaban en los charcos.
Corrí hasta que las piernas me ardieron, hasta que me quedé sin aire, hasta que la ciudad se volvió un monstruo de concreto que me tragaba calle por calle.
Esa noche, dejé de ser hijo de alguien.
Esa noche, dejé de tener un hogar.
Me convertí en ceniza, vagando por las calles, durmiendo en parques, comiendo de la basura, buscando el fuego para calentar mis manos mientras el frío me recordaba que todavía estaba vivo.
Aquí, en este lugar de paredes blancas y ojos que me vigilan, escribo estas palabras con la certeza de que jamás volví a ver su rostro. No sé si está viva. No sé si me odia o me llora. Pero cada vez que cierro los ojos, escucho su grito y veo sus manos recogiendo mis secretos del suelo, como quien trata de recoger agua entre los dedos.
Y me pregunto si, en ese momento, ella también supo que ya me había perdido para siempre.




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