A veces me pregunto por qué sigo escribiendo.
Aquí, entre paredes manchadas y el olor a cloro, mientras los enfermeros vigilan mis manos para que no me arranque las costras, me pregunto si escribo porque quiero confesarme...
o porque, en el fondo, todavía creo que alguien podría entenderme.
Han pasado años desde que corrí de esa casa.
No soy el muchacho de dieciséis que huyó con un cuaderno roto entre las manos.
Ahora tengo veinticinco.
Mi barba crece irregular, con huecos donde me arranco los pelos cuando las voces me gritan.
Mis uñas están negras, rotas, de tanto cavar en la basura buscando algo para vender o comer.
Mi piel huele a mugre, sudor y a ese humo de fogatas que se quedan en la ropa para siempre.
Me volví un perro de la calle. Un fantasma con hambre que no sabe morir.
Y sí... he hecho cosas peores que incendiar un corral o una casa vacía.
He robado. He entrado a casas cuando no había nadie, y a veces, cuando había alguien.
He golpeado y he sentido el crujir de los huesos bajo mis puños.
Una vez, cuando estaba tan drogado que el mundo se movía como un charco de gasolina, tomé a una muchacha detrás de un taller abandonado y la forcé mientras lloraba.
Cuando terminó, ella me miró con un miedo tan puro que quise matarme en ese momento.
Pero no lo hice.
Me drogué más.
Y seguí caminando.
Podría decir que me arrepiento, pero estaría mintiendo.
Porque el arrepentimiento real es un lujo para quienes todavía tienen alma, y yo... yo me la quemé hace mucho.
Lo único que nunca pude dejar fue el fuego.
Cada tanto, cuando el mundo se volvía demasiado frío, demasiado ruidoso, buscaba un lugar vacío: un baldío con hierba seca, una casa olvidada, un basurero.
Encendía un fósforo y lo dejaba caer, viendo cómo el amarillo se convertía en naranja, luego en rojo, luego en humo negro que subía al cielo.
Ahí, frente a las llamas, encontraba un segundo de calma.
El mundo se callaba.
Las voces en mi cabeza se sentaban junto a mí, en silencio, y me dejaban observar.
Una noche, en un baldío detrás de la terminal de autobuses, me quedé tan cerca del fuego que una chispa me alcanzó la mano.
La piel se abrió con un chasquido, y el dolor llegó como una ola caliente.
Olor a carne quemada.
Pero no grité.
No quité la mano de inmediato.
Sonreí.
Porque por un instante, me sentí vivo.
Duermo donde puedo.
Parques, camiones abandonados, rincones de edificios donde la gente me patea si me descubre.
A veces trabajo por unas monedas cargando costales o barriendo calles, solo para comprar algo de comer... o un solvente para callar las voces.
Pero siempre vuelvo al fuego.
Cada incendio es un latido que me recuerda que sigo aquí.
Que sigo siendo yo.
Que no soy invisible, aunque lo desee.
Los sueños se volvieron más oscuros con los años.
Sueño a mi madre, con su bata vieja y sus manos manchadas, tratando de apagar un incendio con un balde que siempre está vacío.
Sueño a Mariela, parada entre las llamas, gritando mi nombre mientras su piel se derrite y sus ojos me piden que la salve.
Despierto gritando.
O riendo.
No sé cuál de los dos es peor.
No me importa si me están buscando.
No sé si la policía todavía recuerda al muchacho que quemaba casas.
No sé si hay alguien allá afuera que aún pronuncie mi nombre.
Tal vez me busquen.
Tal vez me quieran muerto.
Pero yo... yo sigo esperando la próxima flama.
El próximo latido.
Porque el fuego me habla.
Y yo escucho.
Una noche, sentado frente a una fogata hecha con pedazos de un mueble podrido, escuché la canción del fuego.
Era un crujido, un susurro entre las brasas, que me decía:
"Tú eres mío."
Y yo contesté:
"Lo sé."
Porque es verdad.
El fuego nunca me abandonó.
Cuando todos se fueron, él se quedó.
Cuando el mundo me escupió, el fuego me abrazó.
Cuando mi madre me gritó "monstruo", el fuego me llamó "hijo".
Aquí, mientras escribo, las enfermeras creen que hago garabatos.
No saben que estoy dejando mi historia.
No para justificarme.
No para pedir perdón.
Sino porque, en el fondo, todavía creo que alguien, algún día, abrirá estas páginas y entenderá que no siempre fui un monstruo.
Que alguna vez fui un niño que solo quería sentir calor.
Y que, aunque me convertí en lo que todos temen, aún escucho la canción del fuego en mis sueños.
Y no puedo, ni quiero, dejar de escucharla.