Memorias desde el fuego

La noche de la obsesión

Me dijeron que cada hombre tiene un punto del que ya no hay regreso.
Una línea que se cruza y, después de eso, el infierno se convierte en casa.
Aquella noche descubrí que ya había cruzado esa línea mucho antes.

Era tarde, pasaban de las 12 de la noche, y yo caminaba por calles que olían a perros muertos y concreto mojado, con las manos metidas en el abrigo sucio que robé a un borracho. Tenía el estómago vacío, la cabeza ardiendo de solvente, y las voces susurrándome desde algún rincón de mi mente:
“Hoy, Ignacio, vas a volver a nacer.”
Encontré una casa en una calle sin cámaras, una de esas casas viejas con portón de lámina oxidada y focos que parpadeaban en la entrada. La ventana trasera tenía un vidrio roto, cubierto con cartón y cinta transparente. Mi mano empujó sin ruido, y el cartón cayó mientras yo me deslizaba como una sombra.
Dentro, todo olía a frijoles, a sudor de familia, a pobreza y a miedo que aún no se había despertado.
Había fotos en las paredes: una madre, un padre, un niño con uniforme de primaria, y una jovencita, de esos rostros que parecen estar soñando con un futuro mejor.
Jajajajajajajajajaja
Mi pecho latía tan fuerte que pensé que iban a oírme.
Saqué un cuchillo del bolsillo, lo agarré entre mi mano Lo ví , lo gire. Lo vi de nuevo, dejando que el brillo me diera a mis ojos , Quería sentir la chispa, esa chispa antes del estallido.
Los ruidos de la casa me envolvían: el tic-tac de un reloj barato, el zumbido de un refrigerador cansado, las respiraciones lentas desde las habitaciones.
Caminé hacia el cuarto principal, con el piso de cemento helado bajo mis pies. Abrí la puerta con cuidado. El padre roncaba, la madre dormía con el rostro hacia la pared. Por un instante, mi reflejo en un espejo sucio me miró: ojeras profundas, ojos encendidos como brasas, la sonrisa torcida que ya no me podía quitar.
Metí la mano al bolsillo, saqué la botella de thinner y rocié un poco sobre la cama, sobre las cobijas, sobre las cortinas. El olor me hizo marearme, me hizo sonreír.
La madre se movió, abrió los ojos, y vi ese momento exacto en el que el sueño se convierte en terror.
—¿Quién… ¿Quién eres? —susurró.
Yo acerqué el encendedor a mi cara, dejando que viera la flama
—Soy tu final —dije.
Prendí el fuego.
La llama se alzó como una serpiente hambrienta, corriendo por la tela, tragándose el color y la calma. La madre gritó, el padre despertó intentando golpearme, pero el fuego lo tomó antes que yo. Un puño me alcanzó en el costado, haciéndome doblar, pero mi mano ya estaba en su cuello, empujándolo hacia las llamas.
El olor a cabello quemado llenó el aire, mezclado con los gritos y el chisporroteo de la grasa de la piel.
Corrí por el pasillo, la casa ya comenzaba a arder detrás de mí, los cuadros estallando en crujidos como huesos quebrando.
En otra habitación, la jovencita se despertó con los ojos abiertos de terror. Sus labios temblaban mientras intentaba gritar, pero el humo llenaba la casa, y el miedo era un sabor espeso en la lengua.
—No… por favor…
Mis manos temblaron. No sabía si de deseo, de furia o de hambre de poder.
Me acerqué, tomé su rostro entre mis dedos, notando cómo se estremecía, cómo sus lágrimas dejaban surcos en la suciedad de sus mejillas.
—Mira —le susurré, girando su cabeza hacia la puerta, donde el fuego comenzaba a reptar por el marco—. Mira cómo arde todo.
La tomé del brazo con fuerza, sintiendo sus uñas clavándose en mi piel mientras intentaba zafarse, llorando. La arrastré hacia la sala, donde las llamas se alzaban, llenando todo de rojo y naranja, como una aurora de muerte.
La madre seguía gritando, quemándose, tratando de arrastrarse, sus manos dejando trozos de piel en el piso mientras se consumía.
El humo ardía en mi garganta, pero mis ojos estaban secos. No parpadeaba.
Solté a la jovencita en medio de la sala, donde las llamas la rodeaban, y me quedé mirando mientras gritaba, mientras intentaba correr, mientras se caía y se golpeaba, mientras el fuego la alcanzaba. El olor a carne quemada, a tela ardiendo, me llenó los pulmones y me hizo sonreír.
Era hermoso.
Por un segundo, escuché a mi madre gritar mi nombre entre las llamas.
Por un segundo, vi a Mariela, con sus ojos llenos de decepción, antes de desvanecerse en humo.
Pero no importó.
Porque el fuego me abrazó, me coronó como su hijo, me hizo sentir vivo.
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Cuando salí de esa casa, las llamas ya alcanzaban el techo, iluminando la calle con destellos rojos y naranjas, mientras el humo subía al cielo como una ofrenda. Los vecinos salían a gritar, algunos corrían con baldes de agua, otros solo observaban con las manos en la cabeza.
Yo caminé entre ellos, cubierto de ceniza, con las manos manchadas, con los ojos brillando como carbones. Nadie me detuvo. Nadie me vio realmente.




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