Memorias desde el fuego

Memorias sangrientas

Después de aquella noche, cuando la casa se levantó en llamas y el cielo se pintó rojo con su incendio, pensé que había ganado. Me sentí poderoso, invencible. Pero el fuego no deja héroes, solo cenizas.
Me escondí en azoteas oxidadas y en casas abandonadas que olían a humedad y ratas muertas. Dormía sobre cartones y comía sobras como perro callejero. Cada sirena a lo lejos me helaba la piel. Cada patrulla que pasaba me hacía contener la respiración. Sabía que no me buscaban directamente, pero sentía sus ojos sobre mí.

Un día una mujer me tendió una torta. Dijo "Dios te bendiga". Su voz sonó lejana, como si me hablara desde otra vida. Yo asentí, pero en mi mente escuchaba otra cosa: el crujido de huesos en el fuego. Comí rápido, con la ansiedad en las manos.

Esa misma noche me visitaron.

Dormía en una azotea, envuelto en un costal húmedo, cuando escuché pasos. Al principio pensé que era un gato, pero el olor a carne quemada me arrancó un sobresalto. Abrí los ojos. Estaban frente a mí.

La madre, con su bata pegada a la piel carbonizada. El padre, con la cara derretida a la mitad. La muchacha, con su cabello reducido a cenizas. No hablaron, pero los escuché en mi mente.

"¿Por qué?"
"Mira lo que hiciste."
"Arde con nosotros."

Grité. Les lancé el cuchillo que siempre cargaba. El metal golpeó la pared y las figuras se deshicieron como humo. Me quedé temblando, con lágrimas en la cara y un sabor amargo en la garganta. Vomité bilis sobre el cartón. No dormí más.

Desde entonces los días se volvieron un túnel sin salida. No sabía si era martes o domingo. Todo olía a humo, aunque no hubiera fuego. A veces despertaba en un callejón sin recordar cómo había llegado ahí. Otras veces me sorprendía mirando mi reflejo en un charco, preguntándome si ese monstruo era yo.

Intenté tirar el encendedor. Lo arrojé a la basura, pero al poco tiempo volví a buscarlo entre bolsas podridas. Cuando lo encontré, lo encendí frente a mis ojos. La flama se alzó, pequeña, obediente. Y me habló:

"Me necesitas."

Lo apagué. Lo encendí. Lo apagué de nuevo. Al final lo sostuve con la mano temblando, riendo y llorando al mismo tiempo, con la garganta ardiendo como si hubiera tragado gasolina.

Una noche entré en una casa vacía en Iztapalapa. El piso estaba lleno de polvo y vidrios rotos. Amontoné papeles y los encendí. Me senté frente a las llamas, observando su baile naranja.

-¿Eres lo único que me queda? -pregunté en voz baja.

El fuego respondió con un chasquido, como si celebrara mi rendición. Acerqué la mano y dejé que la quemadura me marcara. El dolor me hizo sonreír.

El fuego era el único que no me juzgaba.
El único que no me recordaba lo que había hecho.
El único que me mantenía vivo.

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Aquí, en el manicomio, las noches siguen oliendo a humo, aunque las enfermeras aseguran que es imposible. A veces despierto con el sabor a ceniza en la boca. A veces veo a esa familia parada junto a mi cama. No dicen nada, pero me observan con ojos vacíos.

Los doctores me preguntan qué veo cuando cierro los ojos.
Les respondo: "Fuego."

Se miran entre ellos, anotan en sus carpetas, ajustan las dosis de pastillas. No entienden nada.

El fuego no se va. Vive en mi piel, en mis recuerdos, en cada grieta de mi cabeza. Me habla cuando todos callan. Me arrulla cuando cierro los ojos. Me exige cada día, como una deuda eterna.

Yo no soy un hombre. Soy una chispa que no se apaga.

Soy el fuego.

Y cada noche que respiro en la oscuridad, ardo otra vez.




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