Recuerdo la noche como un estallido de rojo y humo. La colonia estaba dormida, o al menos parecía, con sus callejones estrechos y las láminas de las casas brillando bajo la luz de una luna enferma. Caminaba entre los muros y el olor a basura fermentada, sintiendo cómo mi sangre se mezclaba con el calor que emanaba de mi pecho. La bestia roja estaba despierta otra vez, sus lenguas incandescentes lamían mi mente, susurrándome secretos que solo yo podía entender.
No era un incendio cualquiera. No esta vez. Cada chispa que encendía se sentía viva, como si el resplandor rojo obedeciera mi pensamiento. Encendí un montón de cartones amontonados junto a una barda de block. Al instante, las llamas subieron con hambre, abrazando la madera seca de los techos continuos. Grité, reí y lloré al mismo tiempo; algo en mí se liberaba, pero algo más me observaba.
Sombras se movían entre las llamas. Al principio creí que era mi imaginación. Siempre había sentido ojos detrás de mí, incluso cuando estaba solo. Pero estas sombras eran diferentes: se deformaban, giraban y susurraban mi nombre. "Ignacio..." Decían. "Ven." Era imposible saber si eran reales o producto de mi mente enferma, si la luz roja las proyectaba o si de verdad algo sobrenatural me acechaba. Cada forma oscura se mezclaba con el humo, y yo podía sentir que me rodeaban, respirando junto a mí, como si el aire se hubiera cargado de espíritus que querían arrastrarme con ellos.
Corrí entre los callejones intentando apagar los primeros destellos con mi cuerpo, pero no podía. Cada casa que tocaba, cada techo que rozaba con mis manos, ardían con un calor que parecía tener vida propia. Los gritos de los vecinos rompían la noche: "¡Agua! ¡Alguien ayúdenos!", "¡Mis hijos!"... Los escuchaba, pero no podía reaccionar. Las sombras me presionaban, me susurraban, me recordaban cada incendio que había provocado desde niño. Cada rastro de ceniza, cada animal que huía, cada pared chamuscada... todo me miraba ahora y me llamaba por mi nombre.
Me adentré en un patio donde una casa vieja de lámina y madera estaba al borde de derrumbarse. Encendí unas maderas secas que había recogido. La hoguera se alzó y parecía reír conmigo. En su resplandor, las sombras se hicieron más nítidas: siluetas de cuerpos estirándose, manos alzadas hacia mí, ojos que brillaban entre la penumbra. Mi cabeza dolía, la respiración me quemaba por dentro, pero no podía mirar hacia otro lado. El calor se pegaba a mi piel como un abrazo de hierro, y al mismo tiempo sentía que todo lo que alguna vez había amado o destruido estaba allí, observando y condenándome.
El incendio creció. Las casas se derrumbaban con un crujido que retumbaba en mis oídos. Una familia salió corriendo, sus gritos se mezclaban con los ladridos de los perros y el estallido de vidrios quebrados. Las sombras parecían alimentarse del caos, deslizándose sobre las paredes chamuscadas, entrando en las puertas abiertas. Cada vez más cerca. Intenté ignorarlas, pero un frío recorrió mi espalda. No sabía si iba a morir por el fuego o por lo que había despertado dentro de mí.
Vi una sombra que se separó del resto, me señaló con un dedo oscuro, y sentí que todas las memorias de mis crímenes pasados pasaban frente a mis ojos como fotografías quemadas: la familia de Iztapalapa, los techos incendiados, los patios llenos de brasas, la soledad de las noches en que me escondía entre cartones. Todo converge ahora, mezclado con el incendio, con el humo y con la paranoia que me abrazaba.
Las sirenas llegaron tarde. Los bomberos y las patrullas, luces parpadeando, mangueras disparando agua sobre las llamas, pero el desastre ya estaba hecho. Corrí por un callejón lateral, tropezando con escombros y mi propia desesperación. Las sombras me seguían, susurrando, caminando sobre las paredes, mezcladas con las llamas, burlándose de mi temor.
Al final, caí de rodillas en la calle, cubierto de hollín, con los pulmones ardiendo y el corazón a punto de estallar. El incendio rugía detrás de mí, destruyendo todo a su paso. Vi cómo las casas colapsaron, cómo los vecinos huían con lo que podían cargar, cómo la noche se llenaba de un resplandor rojo que parecía devorar el mundo.
Las sombras me rodearon por completo. No distinguía si eran producto de mi mente o seres que no pertenecían a este mundo. Sentí que me tocaban, que me señalaban, que me juzgaban por todo lo que había hecho. Cada chispa, cada llama, cada resplandor me hablaba. Y yo, temblando, supe que no había vuelta atrás.
La policía me encontró poco después. Apenas podía caminar, mi cuerpo cubierto de hollín y quemaduras leves, mi mirada perdida entre la paranoia y el terror que acababa de vivir. No grité, no luché. Las sombras habían ganado un fragmento de mí. Mientras me subían a la patrulla, aún podía sentir el calor en mis manos, el murmullo de las formas oscuras en mis oídos y la colonia ardiendo detrás de mí.
Nunca olvidaré esa noche. La noche en que incendié el mundo entero, y el mundo entero pareció cobrar su deuda. Las sirenas, los gritos, las llamas... y esas sombras que, incluso ahora, me persiguen en cada memoria escrita desde este lugar.
No sabía si lo que vi era real o solo una proyección de mi locura, pero entendí algo que había sentido desde niño: nunca podré escapar de mí mismo, ni de lo que despierto con mi obsesión.