Memorias desde el fuego

El hombre de las llamas

El manicomio no huele a limpio. Huele a humedad, a orina vieja, a sudor viejo entre las paredes descarapeladas. Cada día despierto con ese olor asqueroso en mi nariz, como si el aire mismo estuviera podrido, como si la locura tuviera un aroma que se impregna en el aire. Aquí no hay mañanas ni noches, solo pasillos interminables iluminados con focos amarillentos que zumban como insectos. Afuera, quizá exista el sol, pero dentro de estas paredes el tiempo es algo que no existe.

Me despiertan siempre los gritos de alguien más. Nunca son los míos. He aprendido a callar, a guardar dentro de mi pecho todo lo que me quema. Los enfermeros recorren las celdas temprano, reparten pastillas como si fueran caramelos envenenados. Zolpidem o Eszopiclona para dormir, rivastigmina para olvidar, sertralina para dejar de pensar. Yo las tomo, o al menos aparento hacerlo, aunque muchas veces escondo una debajo de la lengua y la escupo después. No quiero dormir demasiado; cuando duermo, las sombras se sientan junto a mi cama y me observan como buitres pacientes.

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Podría ser un mes o diez años. En el manicomio, el tiempo se derrite. Las agujas del reloj parecen reírse de nosotros, girando en círculos inútiles mientras los días se repiten como cenizas en el viento. A veces me pregunto si sigo vivo, o si este es un purgatorio diseñado para mí. Quizá morí en aquel incendio, entre los gritos y el humo, y ahora pago mis pecados en estas paredes húmedas.

Cada noche escucho los pasos de las sombras. Sí, aún están conmigo. Se deslizan por debajo de la puerta, se arrastran en las esquinas, trepan las paredes como insectos de humo. A veces me susurran mi nombre: Ignacio.... A veces me llaman de otra forma: Hombre de las llamas. Y entonces recuerdo lo que fui, lo que hice, lo que encendí. Ninguna pastilla puede apagar esas voces.

Cuando cierro los ojos, revivo el incendio de la colonia. Veo las casas ardiendo, la gente corriendo, los perros quemándose vivos, las sirenas impotentes. No lo recuerdo con arrepentimiento, sino con una mezcla de dolor y éxtasis. Porque en ese momento, mientras todo ardía, sentí que la ciudad entera respiraba conmigo. Era como si mi corazón y las llamas fueran uno solo. Pero después... Después vinieron los gritos, los llantos, las cenizas pegadas a la piel. Y en esas cenizas las sombras se hicieron más fuertes.

Me pregunto si nací así o si me convertí en esto. ¿Era ya un monstruo cuando era niño, cuando encendí aquel corral? ¿O el monstruo me fabricó el fuego para alimentarme de mí? Aquí dentro tengo demasiado tiempo para pensar. Pienso en mi abuela, en sus insultos, en sus cachetadas. Pienso en Mariela, en sus ojos que alguna vez fueron mi única esperanza. Pienso en mi madre, a la que nunca volví a ver. Pienso en mí mismo, escribiendo estas memorias con una mano temblorosa, sabiendo que nadie me recordará más que como un loco, un criminal, un piromaniaco.

Pero yo sé la verdad. No solo era un criminal. Yo era un testigo. Vi cosas que otros no vieron. Vi cómo las sombras se alimentaban de mí. Vi cómo mi depresión y mi soledad las atrajeron, cómo se pegaban a mi cuerpo como sanguijuelas invisibles. No sé si son demonios, espíritus, o sólo fragmentos de mi mente rota. Pero son reales. Y aquí, en este manicomio, siguen conmigo.

Anoche, por ejemplo, una se sentó en la esquina de mi cama. Tenía ojos brillantes como carbones encendidos. No me hablaba, solo respiraba conmigo. Sentí el frío de su aliento y supe que nunca estaré solo, ni siquiera aquí. Cuando quise gritar, recordé que gritar en este lugar no sirve de nada. Te amarran, te inyectan, y despiertas en una cama metálica con correas en los brazos. El silencio es más seguro. El silencio me protege.

Algunos internos me temen. Me dicen "el hombre que quema", "el incendiario". Otros se sientan a mi lado en el comedor y me piden que les cuente cómo es ver morir una casa entre las llamas. Yo no respondo. No saben lo que piden. No entienden que las llamas nunca mueren realmente: se quedan grabadas en tus ojos, en tu piel, en cada respiración. Ellos creen que un incendio se apaga con agua. Yo sé que no. El incendio vive en ti para siempre.

Los doctores me observan con sus ojos fríos, tomando notas en sus carpetas. Escriben mi nombre en papeles que nunca leeré. Hablan de mí como si fuera un experimento. "Trastorno de control de impulsos", "delirio pirogénico", "esquizofrenia con alucinaciones". Palabras bonitas para disfrazar lo que realmente soy. Ninguno de ellos me llama como deben: el hombre de las llamas. Ninguno se atreve a reconocer que aquí, en este cuarto gris, hay alguien que cargó un mundo entero de cenizas en su espalda.

A veces pienso en escapar. Imagino incendiar estas paredes húmedas, ver cómo las llamas lamen los pasillos, cómo los gritos de los internos se mezclan con el sonido de las sirenas. Pienso en liberarme y arder con todo lo que me rodea. Pero luego recuerdo que no necesito hacerlo. El incendio ya está aquí, dentro de mí, respirando en cada palabra que escribo. Mi celda es mi hoguera, mi cuerpo es la antorcha.

La última vez que vi mi reflejo en un pedazo de vidrio roto, casi no me reconocí. Tenía los ojos hundidos, la piel marcada, la sonrisa rota. Pero detrás de mí, en el reflejo, juraría que vi a las sombras observando. Estaban de pie, altas, inmóviles, como esperando a que yo muriera para devorar lo que queda de mí. No sé si reír o llorar. Tal vez las sombras son lo único que realmente me ha acompañado toda mi vida.

Ahora escribo esto en medio de la noche. Afuera de mi celda, los pasillos callan. Solo escucho el zumbido de los focos y el crujir de los muros viejos. Y siento el ardor en mis manos, aunque no haya llamas cerca. Sé que tarde o temprano volveré a ver el resplandor rojo, aunque sea en mi mente. Porque yo no soy Ignacio, ni el niño, ni el adolescente, ni el vagabundo. Soy el hombre de las llamas.

Y aunque me pudran en este lugar, aunque intenten callarme con sus pastillas y sus agujas, aunque el mundo me olvide, sé una cosa: el fuego nunca muere.




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