He pasado años encerrado entre estas paredes blancas que no perdonan. A veces pienso que el color fue elegido a propósito: para que uno se enfrente a sí mismo sin tener dónde esconderse. Aquí, todo te devuelve el reflejo. Los días pesan como piedras, pero en medio del silencio, aprendí algo que afuera nunca quise entender: el fuego no borra nada, solo lo deja más visible.
Durante mucho tiempo creí que el incendio era una forma de justicia. Me convencí de que cada llama limpiaba algo sucio del mundo. Que el fuego era un lenguaje sagrado, una manera de decir lo que nadie quería escuchar. Pero ahora, cuando repaso cada nombre, cada rostro que quedó detrás del humo, me doy cuenta de que nunca quemé lo que me dolía; quemé lo que me recordaba que seguía vivo.
A veces me preguntan por qué lo hice, y todavía no sé responder. Decir que era joven suena a excusa barata. Decir que estaba loco es más fácil, pero no del todo cierto. Yo sabía lo que hacía. Sentía el calor, el miedo, el poder. Lo hacía porque podía. Porque en cada chispa encontraba algo que parecía llenar el vacío. Era mi manera de no sentirme invisible. Nadie ignora un incendio.
Pero con el tiempo entendí que cada fuego deja una sombra, y esas sombras regresan. Se pegan a la piel, al alma, al sueño. No se apagan. A veces despierto en mitad de la noche y huelo el humo, aunque no haya nada ardiendo. O escuchó gritos que ya no existen. Son recuerdos, me dicen los doctores. Pero sé que no lo son. Son deudas. Voces que no se olvidan.
Pensé que después de tanto encierro el remordimiento desaparecería, pero no. Se queda, se acomoda en los rincones, respira conmigo. No hay medicina para eso. He pasado los últimos años escribiendo estas memorias tratando de entender en qué momento crucé la línea. He leído mis propias palabras una y otra vez, buscando una señal, una justificación… y no la encuentro. Solo veo a un muchacho asustado que confundió el calor con cariño.
A veces me pregunto qué habría pasado si alguien me hubiera detenido antes. Si mi padre me hubiera escuchado. Si Mariela hubiera sobrevivido al fuego que yo mismo provoqué dentro de mí. Pero ya no hay “si”. Solo queda esto: el eco de mis errores, el humo que sigue saliendo aunque todo esté consumido.
No quiero compasión. No la merezco. Pero tampoco quiero que me recuerden solo como un monstruo. Porque aunque hice cosas imperdonables, hubo momentos en los que quise cambiar. Lo intenté. Lo juro. Hubo días en que apagué cerillos, en que evité pasar por los baldíos, en que traté de vivir como los demás. Pero el fuego, cuando se mete en uno, no se apaga con agua. Se apaga con verdad. Y yo tardé demasiado en mirarla de frente.
Ahora sé que quemar era mi forma de gritar. Un grito que nadie quiso escuchar. Y el fuego respondió. Me dio poder, y a cambio me quitó todo. Amigos, amor, libertad… incluso el sueño. No me arrepiento del fuego; me arrepiento de haber creído que podía controlarlo.
He pensado mucho en la palabra redención. Aquí dentro la usan como si fuera una puerta abierta. Pero para mí no hay salida. Solo comprensión. Aceptar que fui lo que fui, que destruí lo que amé, y que ninguna confesión va a devolver lo que se perdió. Aun así, escribir esto me da cierta paz. Tal vez porque es la primera vez que digo la verdad sin esconderme detrás del humo.
Hoy no siento la necesidad de encender nada. Tal vez porque ya todo ardió. Tal vez porque, después de tanto fuego, aprendí a ver en la oscuridad. Si alguna vez tuve alma, está cubierta de ceniza, pero sigue ahí, respirando despacio. Y eso basta.
No sé qué harán con estas páginas cuando yo falte. Tal vez las guarden como estudio de un enfermo, o tal vez las tiren a la basura. No me importa. Lo único que espero es que, si alguien las lee, entienda que el fuego no empieza con un cerillo, sino con una herida. Y que si no la curas, un día todo arderá, incluso tú.
Dicen que escribir es una forma de apagar el pasado. Yo creo que es al revés. Escribir es avivarlo, ponerle aire, mirarlo mientras brilla por última vez. Pero esta vez no me da miedo. Esta vez lo dejó arder despacio, sin rencor.
Si hay algo que he aprendido, es esto:
No hay fuego bueno ni fuego malo, solo fuego que no supimos detener a tiempo.