Hay historias que parecen separadas por la distancia, por las ciudades, por el tiempo.
Historias que, si uno las mira por encima, no tienen nada en común: un adolescente silencioso en San Martín de las Pirámides y una niña de mirada inquieta, creciendo en los barrios viejos de Guadalajara. Pero el fuego no conoce fronteras.
El fuego une, marca, y a veces crea lazos invisibles que solo revelan su forma cuando ya es demasiado tarde.
Este libro contiene dos llamas que ardieron en lugares distintos, pero que nacieron de la misma chispa.
Ignacio, desde la Ciudad de México, se hundía en una obsesión íntima y silenciosa, una devoción enfermiza por las flamas que lo llevó a incendios que nadie supo explicar. Su vida, envuelta en sombras de culpa y combustible, avanzó como una mecha que no deja de consumirse. Su final, trágico o inevitable —según quién lo cuente—, dejó un eco que no se apagó con su muerte.
Ese eco viajó más lejos de lo que él mismo pudo hacerlo.
A cientos de kilómetros, en Guadalajara, una niña llamada Aranza se enfrentaba a su propio vacío. Mucho antes de convertirse en lo que sería después, mucho antes de que la conocieran como La Niña de la Caja de Fósforos, ya cargaba dentro una flama pequeña y asustada, una chispa buscando oxígeno.
El puente entre ellos no fue grande. No fue una amistad profunda, ni una coincidencia mágica. Fue apenas un cruce breve, fugaz, casi insignificante: un viaje familiar, una tarde gris, un encuentro accidental como esos que parecen no dejar huella.
Pero Ignacio, sin saberlo, dejó una.
Aranza, sin entenderlo, la guardó.
A veces basta una frase, un gesto, un momento compartido en el lugar equivocado, para desatar un incendio que tarda años en devorarlo todo.
Esta es la otra historia. La que se quemó en silencio mientras Ignacio ardía por fuera. La que nació como un rescoldo y terminó convertida en una tormenta de cerillos.
Y aunque él ya esté muerto…
Su fuego aún tiene manos.