Mis recuerdos y memorias ya casi no me pertenecen, puesto que dejé de vivir mi vida hace un tiempo.
La gente que nos recuerda es la que nos mantiene con vida después de que nos vamos de este mundo, pero… ¿es correcto atreverse a vivir los recuerdos de otras personas? ¿Es correcto desmerecer el valor de mi propia vida?
Camino por el extenso pasillo oscuro que lleva hacia mi departamento. Frente a mí veo los números 1405 plasmados en una puerta blanca. Ingreso con la parsimonia de un hombre que llega a su hogar después de un agobiante día de trabajo. Nunca había visto este lugar tan maltratado.
Mis pies se mueven lentamente por el suelo de cerámica. Me saco los zapatos, desanudo mi corbata y la dejo caer al suelo. Me dirijo a mi sillón color carmesí y me siento, suspirando y sonriendo. Antes de conectarme, enciendo un cigarrillo y aspiro aquel adictivo y letal humo, que converge con mis alveolos para crear una sensación de placer y relajación. Me concentro en mis propios pensamientos, mientras enciendo mi MBR 2.4. Deslizo mi dedo índice por la pantalla y comienzo a hurgar en los recuerdos que reviví durante el día, buscando aquel que parezca más interesante.
Hernán Domínguez, un hombre de 62 años que quiso revivir sus mejores años en la universidad.
–Este se ve entretenido –me digo a mí mismo.
Termino mi cigarrillo y lo apago en mi cenicero azul.
Me conecto a la máquina a través del inductor de sueños y comienzo a quedarme dormido, para finalmente despertar en el recuerdo.
No soy yo, es Hernán Domínguez quien camina hacia una casa que desconozco. Me siento feliz y pleno, al momento en que una chica bastante joven se acerca a mí y me besa en los labios, sonriendo y abrazándome. La abrazo de vuelta, sintiendo su calor entre mis brazos.
La tomo de la mano y camino junto a ella.
Me aproximo a un grupo de gente. Todos se alegran al verme y me saludan con mucho cariño. Me siento querido, aceptado y bien recibido.
Avanzo el recuerdo al punto en el que me encuentro en una habitación oscura, junto a la mujer que anteriormente me había recibido.
–¿Cómo estás? –me dice, riendo exageradamente.
–No muy bien; estoy un tanto borracho –respondo, sonriendo y tambaleándome.
–Yo igual. Nos pasamos un poco con el tequila –ríe aún más fuerte.
–¿Por qué me trajiste aquí?
–¿No es obvio?
Se acerca a mí y me besa con pasión, mordiéndome el labio.
–¿Y si alguien entra? –pregunto.
–¿Y a mí qué me importa? –me responde, riendo.
Me empuja y caigo de espaldas sobre una cama, cuyas sábanas son grises. Ella trepa sobre mí y comienza a moverse con lentitud, excitándome y haciéndome sentir un deseo inmenso. Sus besos son como destellos de luz en oscuridad absoluta; llenan mi corazón con sensaciones inigualables y corrompen cualquier pensamiento cuerdo que yo pudiera tener.
Mientras nos desvestimos, escuchamos música en la lejanía, seguida de gritos de euforia y risas de felicidad. Estamos totalmente desnudos.
Avanzo el recuerdo un poco más y me encuentro tomando cerveza junto a mis amigos, que aparentan estar muy ebrios. Río junto a ellos y comparto anécdotas. Me siento feliz y eufórico.
Estoy en una piscina.
Estoy caminando por la calle, fumando marihuana.
Estoy en un auto, junto a ella.
Estoy en mi casa, viendo caricaturas.
Recibo la notificación de batería baja, por lo que decido desconectarme.
Despierto en mi departamento, recostado en mi sillón carmesí.
Enciendo un cigarrillo.
Hernán Domínguez debió haber sido un gran sujeto. Qué ganas me dan de haber vivido su vida, o de por lo menos haber hecho que la mía fuera parecida.