Memorias profundas

A un paso de ti

Un pensamiento tan extraño como profundo acaricia el corazón de cada persona. En cada momento de nuestra vida pensamos en cuando será esa última vez que hagamos algo que queramos de verdad. Una última caminata bajo el sol, aquel último abrazo a ese ser querido o aquella última sonrisa que dibujemos con sinceridad. Sin darnos cuenta, vivimos entre primeras y últimas veces, atrapados en un ciclo de comienzos y despedidas.

Quizás aquella sensación que nos permite vivir apreciando lo cotidiano emerge de aquel suspiro que nos recuerda lo efímero que es nuestra vida. Los pasos que recorremos no siempre dejarán la misma huella, con el correr del tiempo van perdiendo estabilidad, esencia y sentido. Todo lo que alguna vez ha existido se ha mantenido bajo la misma pena que subyace en el sentimiento más profundo de cada sentir; ningún castigo es ajeno a quien lleva la culpa como un peso en el alma y ningún regalo es impropio a aquel que aprendió a vivir con ello.

Aquel que espera algo de la vida camina con un deseo tan incierto de cumplir, que se vuelve testigo y prisionero al mismo tiempo de la esperanza. No podemos exigir aquello que se nos escapa de las manos con tanta naturalidad, incluso sin llegar a comprender lo que significa tener que luchar por ello. La vida es un ciclo interminable de búsquedas que no llevan a ninguna respuesta, de mañanas que no traen sentido, de noches que se llenan de incertidumbre. Aquel que mira la vida con honestidad no puede evitar sentirse traicionado, porque la verdad es que la vida nunca fue tan sincera, hasta que nos dice que el único y verdadero regalo es su fin.

“¿Por qué duele esto?” pensó, su mirada se perdía en el orbe de la ciudad, aquella que dejaba de tener color al mismo paso con el que caía la primera lágrima en su mejilla. A lo lejos, las últimas campanas empezaban a sonar, como marcando el inicio de un suspiro que está próximo a terminarse. Todo lo que pasaba a su alrededor era apenas una mala forma, un sentimiento que ya no podía alcanzarla, un eco lejano que ya no podía sentirse ni a un paso de ella.

"Es suficiente. Ya no quiero seguir..."

Se inclinó ligeramente hacia adelante, sintiendo el calor de la brisa como un abrazo que la invitaba a dejarlo todo atrás, como si por un momento pudiera encontrar aquello que la vida tanto le negó. Aquella carga que tanto la seguía al parecer había terminado por tomar control de aquella mente tan afligida por el cansancio. Lo que alguna vez fue una voz en el fondo de su conciencia ahora doblegaba su voluntad, vivía en sus recuerdos y se aferraba a ella.

—¿Seguro que esto es lo que quieres?

Su corazón se detuvo y tan solo por un instante había olvidado todo lo que la arrastraba. Se giró lentamente, buscando el origen de aquellas palabras. Allí estaba él, de pie, a unos cuantos pasos de ella. Era un chico joven, quizá de su edad, con una polera empapada por la lluvia y una expresión de preocupación en su rostro.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó, con el pecho aún agitado.

—Siempre he estado aquí —respondió con un tono sutil, como si aquellas palabras no estuvieran desafiando el sentido común—. Pero creo que lo que importa ahora es, ¿Qué haces tú aquí?

Ella lo miró con extrañeza. Era imposible que alguien estuviera allí sin que ella lo hubiera notado antes.

"Estaba segura de que no había nadie. ¿Es posible que lo haya pasado por alto? ¿Tal vez me estoy imaginado cosas? ¿Por qué justo ahora?"

—Eso no es asunto tuyo—exclamó.

El chico se sumió en el silencio, como si su presencia dejara de pesar en aquel instante. La brisa se hacía más fuerte y arrastraba cada segundo consigo esperando tomar control de cada palabra.

—Tal vez no lo sea, pero no puedo irme y fingir que nada está pasando. ¿Por qué estás aquí, al borde de todo?

No quería responder. Un sentimiento extraño inundó su cabeza y la llenaba de pensamientos difusos. Ella se mantuvo en silencio, apretando los puños. No pudo evitar desviar la mirada hacia aquel chico que se hallaba delante suyo. Era su tono de voz o tal vez la forma en como se notaba la preocupación a través de sus ojos, la que le resultaba un poco desconcertante, como si aquel chico ya supiera lo que ella trataba de ocultar.

—No lo entenderías, nadie lo entiende—dijo, mientras alejaba la vista hacia la ciudad.

El chico no respondió al instante. Su mirada permaneció fija en ella, como si intentara descifrar cada línea de su rostro, cada sombra que acompañaba aquel brillo en sus ojos. No dejaba escapar ningún suspiro a pesar de notarse cansado, tan solo permanecía quieto, en sintonía con la brisa. Aquellos movimientos sutiles no dejaban ver más allá de la transparencia de sus acciones, era como si el tiempo se detuviera a merced de su convicción. Con una mano en el pecho y la otra extendiéndola hacia ella, buscó en la lejanía de su voz, la poca confianza que esperaba tener.

—Escucha... no sé todo lo que llevas dentro, tampoco sé cuántas veces has tenido que caer para llegar a esto...—

—Entonces, ¿por qué...?—gritó, volteando a verlo—. No deberías estar aquí, solo vete y finge que esto nunca pasó.

—No estoy aquí para juzgarte ni para decirte qué hacer—tomó un impulso—. Pero sé lo que es sentir que el mundo entero esté sobre tus hombros y no tener a nadie para compartir el peso. Y no quiero que sigas sintiéndote así.

—Pero...—

—No sé cuantas veces has tenido que morderte las palabras, o cuantas veces has estado al borde de dejarlo todo, pero no tienes por qué cargar sola con todo esto—se acercó un poco más a ella—. Al menos, déjame intentar comprenderte.

En ese instante, algo surgió dentro de ella. No fue un alivio momentáneo ni un deseo genuino de compartir lo que llevaba dentro, sino un leve destello de debilidad, un momento fugaz, en donde aquel peso que la sujetaba al borde del vacío terminó por ceder ante su voluntad. Las palabras del chico traspasaron aquella capa de silencio que había construido para protegerse del resto. Había algo que la llamaba a liberar todo lo cargaba consigo, algo que la hizo cuestionar todo lo que había hecho para ignorar lo que en realidad estaba pasando a su alrededor. Era un sentimiento incómodo, casi doloroso, porque reconocer esa posibilidad significaba admitir que había una mínima esperanza. Y la esperanza, aunque pequeña, se sentía como un consuelo y a la vez una sentencia: un recordatorio de lo que nunca llega, una promesa que nace muerta.




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