Memorias que gritan en silencio

Capítulo 2: Ruido blanco en mi cabeza

Hoy será el primer día de interrogatorio, y sigo sin poder recordar nada. Mi cuerpo se resiste a levantarse de la cama. Hay una culpa que no puedo explicar, pero que corre por mi sangre como veneno, me quema las venas desde dentro, me vacía los músculos, me deja inmóvil. Solo puedo abrazar mi almohada como único consuelo, como una barrera entre la oscuridad de mis pensamientos y el inhóspito vacío que se abre en mi pecho.

Cuando siento que estoy a punto de volver a caer en el sueño, algo me sobresalta. Un peso leve en la esquina de mi cama. El pánico recorre mi espalda como una descarga eléctrica. Mi respiración se corta. La adrenalina toma el control de mi cuerpo, pero algo me detiene. No me puedo mover. El miedo me paraliza. Me esfuerzo por ver a través de la penumbra, hasta que finalmente distingo su rostro. Es Valerit. Entonces, todo ese caos se disuelve. Verla allí me da una paz que no puedo explicar. Una tranquilidad como la que se siente al despertar de una pesadilla y descubrir que sigue siendo de noche y que aún puedes esconderte bajo las cobijas del asesino que solo aparece cuando cierras los ojos.

—Te quedaste dormida —dice con una voz suave, casi como una madre hablando a su hija enferma—. Ya es hora de ir a comer. Después de eso, mi papá quiere verte. Dice que hoy es un día importante.

Asiento sin decir nada. Me levanto lentamente, como si cada movimiento exigiera una batalla interna. Caminamos juntas por el pasillo largo y frío que conduce al comedor. El olor a cloro, humedad y algo indescriptible que no quiero imaginar me revuelve el estómago. Al llegar, todo está lleno. Las mismas mesas gigantes de ayer. Las mismas personas rotas. Nos sientan a cada quien en lugares distintos, como piezas sueltas de un rompecabezas imposible de armar. Tomo asiento a unos metros de Sebastián, pero no tan cerca como me gustaría.

Nos sirvieron una papilla grisácea, con la textura de algo que alguna vez fue alimento pero que ya no recuerda lo que era. No tiene sabor, ni forma, ni temperatura definida. Es apenas tibia, apenas comestible. Parece haber sido hecha con lo que sobró de muchas otras comidas, triturado y servido como castigo. Junto a ella, una taza de un líquido marrón claro que intenta parecerse al café, pero cuyo olor es más parecido al cartón mojado. Lo bebo por inercia, más por llenar el estómago que por gusto real. Cada trago me deja una capa amarga en la lengua, como si el dolor también tuviera un sabor. Apenas puedo llevarme un bocado a la boca cuando algo ocurre.

Un grito. Luego, el sonido de una silla arrastrándose con violencia. Dos pacientes comienzan a discutir, lanzándose palabras cargadas de ira, como cuchillos envenenados. Uno de ellos se lanza contra el otro. Los enfermeros intentan intervenir. Los gritos se hacen más fuertes. El ambiente se vuelve irrespirable.

Mi cuerpo se tensa. Siento que todo vuelve a girar.

Entonces Sebastián aparece a mi lado, como si hubiera sabido que necesitaba anclarme.

—No te asustes —dice con un tono sereno—. Esto pasa seguido.

—¿Así de violento?

—A veces más. A veces menos. Todo depende de la luna, dicen algunos. Yo creo que depende de cuánto tiempo llevan sin llorar o sin drogarse con lo que nos dan, últimamente nos faltan muchas pastillas y las peleas son más frecuentes.

—¿Y nadie hace nada?

—Sí... pero esto no es una cárcel ni un hogar. Es un limbo. Aquí todos están al borde de algo. Nadie sabe muy bien de qué, pero siempre al borde.

Sus palabras resuenan en mi pecho. Este lugar, este caos, esta gente... ¿realmente pertenezco aquí?

—¿Y tú? —pregunto con voz baja—. ¿También estás al borde?

Él sonríe, con una tristeza casi irónica en los ojos.

—Yo ya me caí. Solo estoy esperando a ver quién cae conmigo.

Val me mira y me pregunta con suavidad si quiero ir de una vez con su padre. Yo asiento en silencio, aún con el corazón algo revuelto. Se levanta y me hace una seña para seguirla. Caminamos juntas por el pasillo que ya comienza a resultar menos desconocido. Al llegar a la puerta de su consultorio, la empujo y noto algo distinto: es menos pesada que ayer. Quizá no sea la puerta. Quizá soy yo. Tal vez hoy soy un poco más fuerte que ayer. Entro.

El doctor me espera ya sentado, con su libreta entre las manos. Me mira como si supiera que hoy, por fin, algo podría romperse. La luz entraba filtrada por una de las persianas rotas del consultorio. No parecía una oficina, más bien una sala sin tiempo. Silenciosa, como si aguardara alguna confesión.

—Buenos días —dijo él, con un tono demasiado amable para alguien que me había visto apenas un día antes en el peor momento de mi vida.

Yo apenas respondí con un gesto de cabeza. Me senté frente a él, en una silla más incómoda de lo que aparentaba. El doctor hojeó mi expediente sin mirarme todavía.

—¿Dormiste algo anoche? —pregunta, mientras hace una seña a Valerit, que se retira cerrando la puerta tras de sí.

Asiento. No quiero hablar de la crisis. Tampoco de la comida insípida, ni de las voces que aún siento en los rincones.

—¿Y cómo te sientes hoy?

—Vacía —respondo, sin pensarlo.

Él apunta algo en su libreta. Luego, sin rodeos, dice:

—Vamos a intentar algo distinto hoy. Cierra los ojos. Imagina esa noche. Solo observa. No intentes entender. Solo dime lo que ves.

Dudo. Pero lo hago. Porque tal vez, solo tal vez, mi mente se canse de protegerme y me permita recordar. Cerré los ojos. No sabía si los fragmentos que veía en mi mente, ¿eran recuerdos?, ¿pesadillas? o quizá una mezcla de ambos.

—Una mesa, una cena,... platos sin terminar... una discusión, hay una copa rota... —mi voz se vuelve más débil—. Alguien llora, Mamá; gritos por toda la casa, la puerta que se cierra con fuerza; mis manos … ¿teñidas de rojo? un horrible y repulsivo rojo que otros días me hubiera hecho desmayar. Y luego... luego no hay nada.

Silencio.

—¿Nada?




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