Despierto como si emergiera de un mar espeso, negro, lleno de ecos que aún susurran fragmentos rotos de mi sueño aterrador. Mi cuerpo entero está cubierto por una capa de sudor frío, y mis extremidades tiemblan, como si hubieran estado atacadas por una corriente eléctrica. Lo primero que veo es una lámpara en el techo, colgando débilmente de unos cables expuestos, su colgar causa un zumbido agudo que retumba en mis oídos. El foco parpadea como si en cualquier momento pudiera apagarse del todo.
Estoy en una habitación que no reconozco. Ya no es la sala que conocía del hospital. Este cuarto es más grande, con paredes que solían ser de azulejo blanco pero ahora son más amarillentas, llenas de grietas finas que serpentean como venas. El aire tiene un olor a óxido, desinfectante y humedad que pica la naríz. La cama en la que me encuentro es más alta que la anterior, con barandales de acero mal pintado, carcomido por el paso del tiempo. Las sábanas son delgadas, casi transparentes, son ásperas al tacto, y en una de las esquinas hay una mancha color óxido que prefiero no examinar demasiado ni pensar en su posible origen.
A mi lado, hay máquinas ya bastante viejas. Un monitor cardiaco emite pitidos suaves pero constantes, su pantalla tiene una grieta pequeña en una esquina. Los cables conectados a mi pecho están torcidos, algunos sujetos apenas con una cinta adhesiva sucia. Un pequeño tanque de oxígeno emite un sonido sibilante, acompañando el pitido con un ritmo lento, casi reconfortante de saber que sigo viva, si no fuera por la apariencia decadente de todo lo que me rodea. En una repisa hay frascos con etiquetas descoloridas y gasas que parecen haber sido olvidadas hace años.
Mi cabeza duele. El cuello me pesa. Mis músculos, aunque débiles, reaccionan al instinto de querer sentarme, pero una punzada en la sien me obliga a quedarme acostada. Me doy cuenta de que mis dedos tiemblan y mis labios están tan secos que siento que podrían romperse con solo hablar.
Escucho pasos bastante suaves. Son de un hombre joven que entra al cuarto. No lo había visto antes. Tiene el cabello despeinado, con mechones castaños que caen de forma irregular sobre su frente, como si llevara días sin peinarse. Sus ojeras profundas y amoratadas revelan noches enteras sin dormir, cargadas de preocupaciones que nadie le pregunta pero todos pueden intuir. Sus ojos, aunque cansados, no han perdido cierta chispa positiva, Lleva un estetoscopio colgando del cuello, pero no con la prestancia profesional que otros médicos aparentan; en él cuelga como si pesara una tonelada, como si el acto de escuchar los corazones de los demás fuera una carga que arrastra desde hace tiempo. Su bata blanca está visiblemente arrugada, con algunos bordes manchados de tinta o tal vez café viejo, dando la impresión de alguien que trabaja demasiado y descuida todo lo que no sea urgente. En una de sus manos sostiene una carpeta maltratada, llena de hojas dobladas y esquinas arrugadas, de esas que han pasado por muchas manos o muchos días en el mismo escritorio sin abrirse. Sus uñas están cortas pero descuidadas, y sus zapatos, aunque aún pulcros, tienen la suela algo gastada. Todo en él transmite la sensación de que es competente, incluso brillante, pero desgastado por dentro, como una máquina que sigue funcionando aunque nadie se haya detenido a darle mantenimiento.
—Vaya, al fin despiertas —dice con un tono que busca ser amable, aunque su voz está algo rasposa, como si llevara horas sin hablar o sin dormir—. Soy el doctor Velazquez. Estuviste inconsciente casi tres horas. Nos diste un buen susto.
Intento preguntar qué sucedió, pero solo puedo emitir un débil murmullo. El doctor me ofrece un vaso de agua tibia que bebo con un gran esfuerzo.
—Tuviste un ataque epiléptico. Bastante fuerte. Nunca habías mostrado síntomas antes, al menos no registrados. ¿Tienes antecedentes en tu familia?
Niego con la cabeza lentamente. ¿Epilepsia?. La palabra resuena como un eco lejano. No parece real.
—Es más común de lo que piensas. A veces se manifiesta en momentos de trauma extremo o estrés prolongado. En tu caso, bueno... todo lo que has vivido recientemente… —hace una pausa breve, como si pesara sus palabras—. No es extraño.
Lo observo sin saber qué sentir. No hay espacio en mi mente para digerir esto. Mis recuerdos están tan fragmentados como un espejo roto.
—Vamos a comenzar con un tratamiento. Pastillas anticonvulsivas. Te ayudarán a controlar las crisis, pero… —se acomoda la carpeta bajo el brazo y se inclina un poco hacia mí—… pueden provocar efectos secundarios. Principalmente, alteraciones en la memoria. Confusión, lapsos... tal vez dificultad para recordar algunas cosas, mayormente las recientes.
—¿Afectará mi memoria… más de lo que ya está? —pregunto con voz quebrada.
El doctor suspira, parece elegir sus palabras con cuidado.— No podemos saberlo aún, pero sí, es posible. Por eso necesitaremos monitorearte muy de cerca. No estás sola en esto.
Me recuesto de nuevo, con la vista fija en el techo. El zumbido de la lámpara me hace doler la cabeza. Todo lo que siento es fragilidad, como si cualquier movimiento pudiera romperme de nuevo.
—Intenta descansar —me dice finalmente. Su voz suena más distante —. Te mantendremos en observación hoy. Te trasladaremos cuando estés más estable.
Lo veo salir del cuarto. La puerta se cierra con un chirrido metálico. La máquina sigue pitando. El oxígeno sigue fluyendo. Y yo, sigo aquí, con la cabeza llena de dudas, en una cama que no reconozco, preguntándome si algún día volveré a sentirme yo misma. El peso de mi propio cuerpo se siente extraño, como si estuviera atada a la cama por cuerdas invisibles. Me cuesta mover los brazos, y el temblor en las manos es apenas perceptible, pero constante. Me arde la garganta, como si hubiera gritado durante horas, y mis músculos… están rígidos, agotados, como si hubiera hecho ejercicio por horas sin descanso. Cada respiración es un esfuerzo, y aún siento un leve zumbido en los oídos, como un eco lejano que no termina de apagarse.