Memorias Sangrientas

CAPÍTULO 12

— ¿Quién demonios eres? —interrogó la voz rompiendo el silencio. Su tono grave y amenazante parecía intensificarse con el eco de la mazmorra.

Tragué saliva, mi mente ofuscada buscaba desesperadamente una respuesta coherente.

— Yo...

— El acceso a este lugar está restringido, ¿cómo llegaste hasta aquí?

— La puerta... yo no...

— ¿Quién te envía? —me cortó de golpe.

— ¿Enviarme? No, nadie, yo no... —intenté explicar.

Sin previo aviso un estruendo retumbó en las paredes de piedra, como un rugido de fuego pasando por mi mejilla, tan cerca que sentí el calor del proyectil y el aire cortado por su velocidad.

Sostuve el aliento, el familiar aroma a pólvora quemada, y metal caliente flotaba en el aire, junto al leve rastro de humo que se disipaba lentamente en la penumbra.

— Son ellos. ¿No es así? —escupió con desprecio—No pueden pisar tierra santa, ¿así que ahora envían a sus alimañas a espiarnos?

Sentí el sudor frío resbalando por mi frente, no era ajena a los disparos, pero era la primera vez que un arma había disparado en mi contra.

— Siempre se han arrastrado en los alrededores... ¿Ahora se atreven a entrar a tierra sagrada? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué es diferente?

No entendía de que hablaba. Nada de eso tenía sentido, quiero explicarme, pero sigo tan consternada que las palabras se atoran en mi garganta.

— Señor...se equivoca...el dueño de esta casa...envió una invitación...yo solo...

El sonido seco y metálico del tambor girando en el eje de su pistola inundó la mazmorra, no se apresuró, dejó que el chasquido mecánico llenara el silencio entre nosotros, como si cada clic fuera un recordatorio de que estaba en sus manos.

— No te atrevas a mentirme. No se esperaban visitas hoy. ¿Realmente creyeron que bajaríamos la guardia si enviaban a una mujer? Solo demuestran su arrogancia y estupidez.

La sensación de haber estado a milímetros de la muerte aún hormigueaba en mi piel, donde la bala había rozado sin tocar.

— Dime, ¿viniste por tu propia voluntad, o siquiera eres consciente de lo que te han hecho?

— Señor...yo le juro...—solté con un dejo de desesperación, sintiendo cómo mi voz se quebraba.

— Suficiente. Sea como sea, supones un riesgo así que desde ahora harás exactamente lo que ordene, ¿entendido?

Sentí como la oscuridad de la mazmorra se cerraba a mi alrededor, la desesperación me invadía como una marea creciente.

— Si...

— Bien, ahora sin prisas ni movimientos bruscos, te despojaras de ese vestido.

— ¿Qué...?

Mi voz salió como un susurro tembloroso, teñido de incredulidad y pánico.

— Lo que escuchaste, que seas una mujer no me hará bajar la guardia, podrías esconder un arma... o haber tomado algo.

Mis pensamientos se vuelcan en el pedazo de papel escondido en el interior de mi escote. Si descubría las notas que tomé, solo confirmaría sus sospechas y supondría mi perdición.

— Señor, le ruego...

— Silencio, no cederé a tus suplicas— su voz era como un golpe seco, una orden que no admitía réplica —eres una intrusa, pude acabar contigo en el instante en que te vi, pero no lo hice, esa es toda la clemencia que obtendrás de mi parte. Ahora obedece, y no intentes nada, no responderé por mí mismo si lo haces.

Apreté los labios, sintiendo cómo una mezcla de miedo e impotencia invadía mi pecho. Mi mente aun parecía luchar entre la humillación y mi supervivencia, pero no tenía elección, el siguiente disparo no erraría su objetivo.

Tragué saliva y, con resignación, alcé los brazos dirigiendo mis manos temblorosas, hacia la parte trasera de mi vestido. Mis dedos torpes se enfrentaron a la hilera de lazos que lo ceñían a mi cuerpo, tratando de desatarlos.

Cuando finalmente logré aflojarlos, tomé un respiro y levanté los brazos sobre mi cabeza. Con cuidado, tiré del vestido hacia arriba, deslizándolo sobre mis hombros. La tela rozó mi rostro antes de quedar finalmente atrapada en mis muñecas, hasta que conseguí liberarme por completo.

— También las enaguas.

Mis labios se entreabrieron con un débil jadeo. Sabía por qué lo ordenaba. Las enaguas eran voluminosas, perfectas para ocultar algo entre sus pliegues.

Solté los lazos que las sujetaban a mí cadera y las dejé caer junto al vestido en un susurro de telas.

Al final, solo quede con camisola, corsé e interiores.

— Ahora, levanta los brazos y con cuidado comienza a girar hacia mí.

Su voz era firme, sin espacio para la duda o la desobediencia. Tragué saliva y, con el corazón latiendo desbocado, giré lentamente para enfrentarlo.

Una mano firme me apuntaba sin titubeos, ni contemplaciones. Me devolvían la mirada unos furiosos ojos avellana que ardían con intensidad, como si la paciencia estuviera a punto de abandonarlos. La luz vacilante de la antorcha perfilaba su rostro, no era un hombre mayor, quizás ni siquiera se acercará a los treinta años, pero su ceño fruncido, le daba un aire amenazante. Vestía un pantalón oscuro y una camisa blanca, desabotonada hasta el pecho, dejando ver la sombra de su piel bajo la tela.

Pareció analizarme en silencio, pero no pasaron más que unos pocos segundos cuando, algo en su mirada cambió. La furia abrasadora en sus ojos se apagó en un parpadeo, reemplazada por una chispa de reconocimiento.

— ¿Tú...? —murmuró.

Su voz, antes firme e implacable, titubeó, como si de pronto hubiera perdido el control que ejercía sobre sí mismo.

El cambio en su tono me descolocó. Sus ojos se abrieron, y la tensión en su mandíbula pareció ceder.

— ¿Es posible...? —susurró, más para sí mismo que para mí. Dio un paso adelante, su cercanía me erizó la piel. Su rostro endurecido por la ira un instante atrás, ahora se veía marcado por la incredulidad.

Mi confusión solo crecía con cada palabra suya.

— Si, eres tú... —susurró de nuevo, como si pronunciándolo pudiera convencerse a sí mismo.



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En el texto hay: vampiros, romance, ficción histórica

Editado: 28.03.2025

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