El inicio del equinoccio de otoño ya se percibía en las calles de Travelers Rest. Estas comenzaban a teñirse de tonos naranjas y amarillos gracias a los árboles que las adornaban y dejaban caer sus coloridas hojas sobre el asfalto.
Sin embargo, las calles estaban más solas que de costumbre. Quizás fuera por la gran reunión de negocios, que todos los habitantes humanos creían que se estaba llevando a cabo. Pero lo que en realidad se celebraba distaba mucho de ser solo eso. Esta reunión se realizaba una vez al año para conmemorar el inicio del equinoccio de otoño, una de las fechas más importantes para las brujas y otros seres mágicos. Todos los años tenía lugar en el Gran Salón, que más que un salón parecía un enorme castillo, como lo describían los habitantes. O tal vez las calles vacías se debían a que la mayoría había decidido quedarse en casa, como deseaba la pequeña Kathrina.
Kathrina era delgada y pequeña para su edad, a pesar de estar cumpliendo apenas siete años. Quizás esto se debía a la ropa holgada y oscura que le obligaban a usar. La niña tenía un rostro fino, piel blanca, cabello castaño claro con destellos rubios, y unos hermosos y peculiares ojos que parecían no tener color. Estos, sin embargo, estaban ocultos tras unas grandes gafas cuadradas que llevaba.
Ella deseaba poder pasar su cumpleaños de manera normal y no estar encerrada en el coche, incapaz de asistir junto con sus padres y hermanos a la reunión por ser una simple humana. Los hijos de magos que, por alguna razón, no heredaban el gen mágico eran tratados como simples humanos y, según la comunidad mágica, no tenían por qué estar relacionados con ellos. Eran una vergüenza para sus familias, y esa era la razón por la que Kathrina debía usar esa ropa: para ser ocultada. La mayoría de los amigos y conocidos de sus padres ni siquiera sabían que tenían una hija, y eso, aunque no lo pareciera, la destrozaba.
Saliendo de sus pensamientos, Kathrina sintió un hambre voraz. Recordó que había una heladería cercana que probablemente estaría abierta, ya que el dueño era humano y no tendría motivos para estar en la reunión.
—Sí —pensó Kathrina—, no estaría mal ir allá.
Tomó la cartera de su mamá, salió del coche y cruzó la calle rumbo a la heladería. Estaba un poco más lejos de lo que recordaba, pero no creyó que se perdería; ya había caminado sola múltiples veces cuando se olvidaban de recogerla en la escuela. En esa ciudad aún era seguro andar por las calles, a pesar de ser parte del condado de Greenville, uno de los más importantes del estado de Carolina del Sur.
Cuando entró a la heladería, Kathrina vio a André, el dueño del lugar. Era un hombre de baja estatura, robusto y simpático, que ese día parecía más feliz que de costumbre, ya que tarareaba una canción que a ella le resultaba familiar, aunque no podía recordar su nombre. Al verla, él le sonrió dulcemente.
—Buenas tardes, ¿qué deseas, pequeña? —dijo amablemente.
—Gracias, igualmente —respondió Kathrina—. ¿Me da un helado de vainilla, por favor?
—Claro, con gusto. ¿Lo quieres en vaso o en cono? —preguntó mientras buscaba los envases.
—En vaso, es que soy un poco torpe y podría romper el cono —contestó Kathrina con sinceridad.
André sonrió con ternura.
—Claro, espera aquí mientras regreso.
Mientras esperaba, alguien entró a la tienda haciendo sonar la campanita de la puerta. Por instinto, Kathrina volteó pensando que podrían ser sus padres o hermanos, pero en su lugar vio a un muchacho cuya cara no podía distinguir. A simple vista, notó que era alto, de piel blanca y cabello castaño claro. Él le sonrió, y ella, por cortesía, le devolvió la sonrisa.
—¿Está el señor que atiende aquí? —preguntó el joven.
—Sí, me dijo que lo esperara —respondió Kathrina con seriedad.
—Gracias. ¿Y cómo te llamas?
La pregunta tomó por sorpresa a Kathrina. Dudó en contestar, recordando la advertencia de su madre: "No hables con extraños". Pero algo en su interior le decía que podía confiar en él, incluso más que en su propia familia.
—Me llamo Kathrina... con "H" —respondió casi sin darse cuenta.
—Un gusto, pequeña —dijo el joven, casi riendo—. Al fin reaccionas.
—Perdón. ¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó la niña.
—Me llamo...
Antes de que pudiera terminar, André regresó con dos helados de vainilla, dejando a Kathrina intrigada. Sin embargo, sus ansias de helado fueron más fuertes que su curiosidad.
—Perdón por tardar tanto. No encontraba vasos, pues parece que medio pueblo está en la reunión —se excusó André.
—No se preocupe, señor —dijo rápidamente Kathrina.
Cuando buscó la cartera para pagar, se dio cuenta de que no la tenía. Sintió pánico.
—¿Con qué voy a pagar ahora? —pensó, angustiada.
—A mí me da el otro helado. Cóbreme ambos, por favor —dijo el joven, extendiendo un billete a André.
En otra ocasión, Kathrina se habría negado, pero esta vez no tenía opción. Quería el helado desesperadamente.
—¿A ti también te gusta la vainilla? —preguntó Kathrina.
—Sí, ¿a quién no? Esa es la pregunta —respondió él con una sonrisa.
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Editado: 01.02.2025