Quienes tienen gatos entenderán lo que significa despertar porque uno de ellos decidió que la mejor idea del mundo era sentarse sobre tu cara.
A pesar de mis quejas, retiré a Mish con cuidado para evitar que me arañara el rostro. No quería que pensara que la estaba atacando y reaccionara con zarpazos. La acomodé suavemente sobre la cama y acaricié su pelaje durante unos instantes, porque, a su manera, había sido la primera en felicitarme por mi cumpleaños. Busqué a Fier con la mirada y lo encontré durmiendo sobre mi almohada. Se había estado quedando ahí desde que su cama se quemó el primer día de clases. Pensé en conseguirle otra, pero como nunca insistió, supuse que no le molestaba compartir el espacio conmigo.
Comencé a caminar por mi habitación mientras bostezaba, todavía algo adormilada. Me acerqué a la ventana más cercana y corrí las cortinas para permitir que la luz del día invadiera la habitación. El brillo intenso hizo que mis ojos ardieran casi como si estuvieran echando humo. Rápidamente, abrí las cortinas de la otra ventana y las puertas que daban a la terraza. Si no lo hacía, terminaría volviéndome a dormir hasta el mediodía.
Ese día me sentía especialmente feliz. En primer lugar, porque cumplía quince años, y para la comunidad mágica esa era una edad crucial. Significaba dejar atrás la niñez y obtener, en cierta medida, más libertad. Claro, no demasiada, porque la mayoría de edad llegaba hasta los dieciocho, pero algo era algo. Sin embargo, la verdadera razón por la que esperaba con tantas ansias este día era el baile del equinoccio. Al principio no me emocionaba mucho la idea, pero después de pensarlo, llegué a la conclusión de que sería una experiencia maravillosa. Además, sabía que a mi madre le encantaría que asistiera. De mi padre, en cambio, no podía estar tan segura; él siempre había sido el que más insistía en esconderme de los demás.
Mi tía me había dicho que iríamos juntas al baile. Al principio, temí que mi tío pudiera prohibírmelo, pero según lo que ella me explicó, él ya no tenía la misma autoridad para hacerlo. Al menos, no de la forma en que solía hacerlo.
No me di cuenta de en qué momento terminé sentada en la cama, mirando fijamente mis pies, perdida en mis pensamientos. Me levanté con esfuerzo y salí a la terraza para tomar aire y contemplar los árboles otoñales a lo lejos. Era un poco masoquista de mi parte, pues me encantaba observarlos a pesar de los dolorosos recuerdos que traían consigo de aquel día, exactamente ocho años atrás.
Algunas hojas de tonos rojizos y dorados volaban con el viento, esparciéndose por todas partes. La brisa fresca de la mañana acarició mi rostro, llevándome a un estado de relajación casi absoluto. Desearía poder quedarme así para siempre, en paz. Pero, por supuesto, eso era imposible. La tranquilidad se rompió rápidamente cuando alguien comenzó a tocar la puerta.
Con pesar, me acerqué para abrir, temiendo que fuera Ariday o Allen, quienes solían lanzarme cubetas llenas de desperdicios y lodo cada año en mi cumpleaños.
Antes de tomar la perilla, respiré profundamente y abrí la puerta con los ojos cerrados, preparándome para lo peor. Sin embargo, lo que recibí no fue una cubetada de suciedad, sino un abrazo fuerte y cálido. Abrí los ojos sorprendida y me encontré con la única persona, aparte de Cleo, que tenía permitido subir hasta ahí, era mi tía Anna.
—¡Felicidades, pequeña! ¡Ya quince años! —me felicitó con entusiasmo mientras se separaba del abrazo y entraba efusivamente a la habitación—. Haz crecido tan rápido.
—Gracias, tía. Fue muy lindo de tu parte subir —le agradecí con sinceridad. Era la primera de mi familia que hacía algo así en años.
—No tienes que agradecerlo. No iba a perderme este momento. De hecho, estaba impaciente desde ayer por ver tu cara al recibir los regalos que te compré —respondió, extendiéndome lo que traía en las manos—. Sabes que soy muy impaciente.
Al mirarla bien, noté que cargaba enormes bolsas y globos de helio. Los recibí con una sonrisa amplia y genuina. Ese momento se sentía tan bien que, aun así, algo en mi pecho susurraba que nada podría reponer todo el tiempo perdido.
—Muchas gracias, de verdad —corrí hacia la cama y me lancé sobre ella como una niña pequeña con un juguete nuevo—. Confió en tu buen gusto tía.
Mi tía río alegremente mientras me miraba con ternura.
—¡Vamos, ábrelos ya! Aunque ya sé qué son, me emociona verte descubrirlos —dijo, sentándose a mi lado.
Tomé la bolsa más pequeña y la abrí con cuidado. Dentro había un estuche negro y un pequeño gotero. Los saqué con delicadeza, pero antes de que pudiera abrir el estuche, ella habló.
—¿Recuerdas cuando fuimos a la óptica de Vanely por tus lentillas? Para que dejaras de usar esos lentes que solo sirven para ocultar tus hermosos ojos —asentí—. Bueno, el doctor Monroe, por encargo mío, te hizo estas lentillas azules. Pero no solo para hoy, como habíamos dicho, sino para que las uses siempre. Bueno, excepto por las noches.
Asentí emocionada mientras abría el estuche. Dentro había dos pequeñas lentillas de cristal. Las observé anonadada, pues no podía acabar de asimilar que algo tan pequeño pudiera cambiar el color de mis ojos.
—Gracias, tía. Quise preguntar si podían ser permanentes, pero no me atreví.
—Lo imaginé, por eso las pedí así por ti —respondió con una sonrisa—. Ahora póntelas. No escondas esos ojos tan hermosos.
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Editado: 01.02.2025