Había estado siguiéndola en línea recta, lo cual me daba cierto consuelo: sería fácil regresar, si es que tenía la oportunidad. Hasta ese momento, no había mostrado intención de atacarme, solo se dedicaba a caminar con pasos silenciosos, casi flotando entre las sombras de los árboles. Eso debía ser una buena señal o quizá solo una forma de engañarme.
El bosque era un lugar tan sobrecogedor como fascinante. Los árboles gigantes se alzaban hacia el cielo, formando una bóveda natural que apenas dejaba pasar la luz suficiente para revelar pequeños destellos. Las luciérnagas flotaban como diminutas estrellas, y el suelo estaba decorado con hojas de tonos naranjas y marrones que crujían suavemente bajo mis pies. Arbustos llenos de flores vibrantes en dorado, azul y lila rompían la monotonía del paisaje, pero incluso esa belleza parecía encerrar algo oculto. Una presencia, una quietud cargada, como si el bosque estuviera observándome en silencio.
Mientras avanzaba, el aire se volvía más denso, casi como si el bosque se cerrara detrás de mí. Bajé la mirada para esquivar las raíces enredadas que se extendían como dedos entre los árboles, cuando al alzarla nuevamente noté que la figura encapuchada se había detenido. Estaba en el centro de un claro rodeado por árboles que parecían más antiguos que los demás. Sus troncos eran gruesos y sus ramas retorcidas, cubiertas de musgo, parecían susurrar secretos olvidados. La figura se giró lentamente hacia mí, con movimientos deliberados, casi rituales.
Sus manos, delgadas y pálidas, emergieron de las mangas de la capa. Fue entonces cuando me di cuenta de que eran delicadas y femeninas. Por un instante, una mezcla de curiosidad y terror me paralizó. La encapuchada extendió sus brazos hacia mí, como si esperara que me acercara. Todo mi ser me gritaba que no lo hiciera. Retrocedí un paso, mi respiración acelerada llenando el silencio. Pero cuando di un segundo paso hacia atrás, la figura avanzó lentamente hacia mí.
Mi espalda chocó contra el tronco de un árbol. No podía retroceder más sin exponerme. Levanté las manos instintivamente, lista para conjurar cualquier encantamiento que pudiera protegerme, aunque fuera simple. Mis pensamientos corrían desenfrenados, buscando un plan de escape que no llegaba.
Y entonces, sucedió. Algo oscuro, una sombra que parecía humana pero que se movía con una velocidad imposible, emergió de la nada. Impactó contra la encapuchada con una fuerza brutal, derribándola al suelo. Fue tan rápido que apenas pude entender lo que estaba pasando. Mis sentidos se pusieron en alerta máxima, y antes de que mi mente procesara la escena, mis piernas comenzaron a moverse por instinto. Corrí, sin dirección, solo con la urgencia de alejarme lo más posible de lo que acababa de presenciar.
El crujir de los arbustos detrás de mí confirmó mis peores temores: algo me estaba siguiendo. Giré la cabeza, pero no vi nada, solo sombras que bailaban entre los troncos. Aun así, la sensación de ser observada era abrumadora, como si miles de ojos invisibles estuvieran fijados en mí. Mi respiración era un caos, y mis pies tropezaban con raíces y piedras. En mi desesperación, no vi la raíz gruesa que sobresalía del suelo hasta que fue demasiado tarde. Tropecé y caí, rodando cuesta abajo hasta el fondo de un socavón.
El impacto fue brusco, dejándome mareada y con el cuerpo adolorido. Cuando finalmente logré sentarme, intenté orientarme. Miré hacia arriba y calculé que había caído unos seis metros. Había raíces y salientes que podría usar para escalar más tarde, pero por esos segundos, necesitaba recuperar el aliento. Arrastrándome lentamente, me acerqué a una cavidad formada por las raíces de un árbol. Me recargué en el tronco, con la espalda pegada a la madera, y escuché. No había nada, solo el murmullo del bosque y mi propia respiración entrecortada.
Un movimiento captó mi atención. Una oruga enorme, del tamaño de un perro pequeño, descendía lentamente de un árbol cercano. Sus colores iridiscentes reflejaban la luz tenue, creando un espectáculo fascinante. Por un instante, la belleza de la criatura me distrajo de mi miedo, pero la calma no duró mucho. Un ave gigantesca apareció de repente, bajando en picada y llevándose a la oruga entre sus garras. Mi corazón se aceleró. Si criaturas como esa habitaban aquí, no quería imaginar lo que más podría estar acechando en las sombras.
El sonido de ramas quebrándose me sacó de mis pensamientos. Al filo del socavón, un grupo de ciervos pasó corriendo con desesperación, sus movimientos rápidos y erráticos. Algo los estaba persiguiendo. Mi mente apenas tuvo tiempo de formular la pregunta antes de que lo viera. Un hombre lobo.
Era inmenso, su pelaje de un café claro brillaba con la poca luz que se filtraba. Corría sobre sus cuatro patas con una gracia feroz, su figura imponente se movía como una sombra viviente. Mi respiración se detuvo al verlo, y mis ojos se abrieron en asombro. Tras él, otros tres hombres lobo aparecieron: uno de pelaje oscuro y dos de un dorado brillante que parecía casi sobrenatural.
No podía apartar la mirada, fascinada por su majestuosidad, hasta que uno de ellos giró la cabeza y me vio. Sus ojos, luminosos y penetrantes, se encontraron con los míos. El tiempo pareció detenerse, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Entonces, aulló. El sonido desgarró el aire, llamando la atención de los demás. Los otros tres se detuvieron en seco y giraron hacia mí.
Sus miradas eran difíciles de descifrar: una mezcla de curiosidad y algo más profundo, algo peligroso. Mi mente comenzó a llenarse de imágenes de posibles desenlaces, ninguno de ellos favorable. Quería moverme, correr, escapar, pero mi cuerpo estaba paralizado. El bosque, que antes parecía tan vivo, ahora se sentía inmóvil, como si contuviera el aliento, esperando el próximo movimiento.
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Editado: 01.02.2025