Después de un largo día en la escuela, Henry salió corriendo del aula. El timbre sonó y sus compañeros se dispersaron, pero él tenía prisa. El pensamiento de ver a Misty lo llenaba de emoción. No podía esperar a contarle sobre su día.
Al llegar a la playa, el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. Era un espectáculo que siempre lo dejaba sin aliento. Se agachó en la arena, buscando a su amiga. “¡Misty! ¡Misty!”, gritó, su voz resonando entre las olas.
Después de unos momentos de búsqueda, la vio: una garcita pequeña, con plumas aún desordenadas, posada sobre una roca. Henry corrió hacia ella y se sentó a su lado. “¡Mira qué atardecer tan bonito! ¿No es genial?”, le dijo con una sonrisa.
Misty lo miró con curiosidad, como si pudiera entenderlo. Henry sacó un pequeño bocadillo de su mochila y lo ofreció a la gaviota. “Esto es para ti, amiga”, dijo, mientras Misty picoteaba el alimento con avidez.
Mientras disfrutaban del momento, Henry pensó en lo que había escuchado años atrás. Su familia había cambiado mucho desde entonces, pero Misty había estado a su lado en los momentos difíciles. “Eres la mejor amiga que podría tener”, murmuró, acariciando suavemente la cabeza de la gaviota.
De repente, un ruido rompió la tranquilidad del atardecer. Un grupo de niños jugaba en la orilla, riendo y lanzando una pelota al aire. Henry se sintió un poco apartado, pero luego recordó que tenía a Misty. “Quizás un día pueda jugar con ellos también”, pensó.
El sol se ocultó completamente, y las estrellas comenzaron a brillar en el cielo. Henry decidió que era hora de volver a casa. Se despidió de Misty, prometiendo regresar al día siguiente. “Te veré mañana, amiga”, dijo mientras se alejaba.
Mientras caminaba de regreso, un sentido de esperanza lo envolvía. Sabía que, a pesar de los desafíos, tenía a Misty y un futuro lleno de posibilidades
Henry se sentó en su escritorio, sintiendo la mirada de su profesora sobre él. A pesar de las reprimendas, su mente seguía pensando en Misty, su fiel amiga. Justo cuando la maestra terminó de regañarlo, su único amigo, Lucas, se acercó.
—Oye, ¿cómo está tu mascota? —preguntó Lucas, sonriendo.
Henry sonrió de vuelta, aliviado de que su amigo no le estuviera preguntando sobre su tardanza.
—Está bien. La llamo Misty ahora. ¡Es una gaviota increíble!
—¿De verdad? —dijo Lucas, emocionado—. ¿Te sigue a todas partes?
—Sí, de hecho, hoy me estaba esperando en la playa —respondió Henry, sintiendo que su corazón se llenaba de alegría—. Pero llegué tarde a la escuela por eso.
Lucas asintió, comprensivo.
—No te preocupes. Siempre puedes contarme sobre ella durante el recreo.
La profesora, al notar que estaban hablando, se acercó y les pidió que se concentraran en la lección. Henry intentó prestar atención, pero su mente seguía volviendo a la playa y a Misty.
Cuando finalmente sonó el timbre para el recreo, Henry no pudo contener su emoción.
—¡Vamos a la playa! —exclamó, y Lucas lo siguió, intrigado.
Al llegar, Henry buscó a Misty, llamándola una y otra vez. Lucas se rió y dijo:
—¿Qué tal si le traes algo de comer?
Henry se rascó la cabeza, pensando en lo que podía ofrecerle. Recordó que siempre le llevaba pan. Así que empezó a buscar en su mochila.
—¡Aquí está! —dijo, sacando un trozo de pan.
Lo lanzó hacia el aire y, de inmediato, Misty apareció, volando hacia ellos. La gaviota aterrizó con gracia, picoteando el pan que Henry le había ofrecido.
—¡Mira eso! —dijo Lucas, sorprendido—. ¡Es como si te conociera!
Henry sonrió, sintiendo una conexión especial con Misty mientras la observaba comer. En ese momento, supo que su amistad con la gaviota era algo único, un refugio en su vida diaria.