Henry llegó a casa con el corazón pesado después de la despedida con Misty. Corrió hacia su habitación, la emoción de la tarde aún palpitando en su pecho. Pero al abrir la puerta, se encontró con un espectáculo que lo dejó paralizado.
Misty, su gaviota, estaba en la terraza, intentando volar. Aleteaba sus alas con todas sus fuerzas, pero no lograba despegar. Después de varios intentos, se rindió y dejó caer su cabeza, una lágrima resbalando por su rostro plumoso.
—Oh, no... —susurró Henry, sintiendo un nudo en su garganta.
Sin pensarlo, corrió hacia ella y la abrazó con fuerza.
—No te preocupes, Misty, no te voy a dejar sola —dijo, tratando de consolarla—. Siempre estaré aquí contigo.
La llevó a su cama, donde la acomodó suavemente. Henry sabía que necesitaba ayuda, así que decidió que debía conseguir medicinas para su gaviota. Corrió hacia su alcancía y comenzó a contar sus ahorros con la esperanza de que fuera suficiente.
Pero cuando terminó de contar, se dio cuenta de que no tenía lo suficiente. La frustración y el miedo lo abrumaron, y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.
—¡No! —gritó, abrazando a Misty con desesperación—. ¡Perdón! Seguramente fue mi culpa. Fui muy distante estos días. Es que me siento tan mal desde aquel día...
Llorando, continuó:
—Tú siempre me ayudaste en todo momento, y no quiero verte sin fuerzas, cada vez más débil. Seguro fue por algo que te di de comer... Es mi culpa.
Con el corazón pesado, Henry se quedó dormido abrazando a Misty, deseando con todas sus fuerzas que al despertar todo estuviera bien. En sus sueños, imaginó a su gaviota volando libre por el cielo, feliz y saludable. Era un deseo que ardía en su interior, un anhelo que lo acompañaría en cada momento.