mente frágil

Carmesí

 

Un color, había estado surgiendo de mí.

             Era espeso, y quería tenerlo a todo momento.

Alrededor de mi vida, sentí el estar apagado, seco, como una manera inexistente de recorrer mi camino. Anhelaba en mí poder deslumbrar aquellos destellantes tonos que ante los demás desbordaba; pero no lograba conseguirlo. Me tenía atrapado en un pesar que anclaba mis pies sobre la misma idea.

El color que finalmente pude conseguir fue el carmesí; viéndose hermoso, escapando de entre mis dedos, y cayendo a manera de gotas por sobre mis piernas. Cuando me di cuenta de lo que esto significaba, ya era demasiado tarde, puesto a que me hallaba sufriendo las consecuencias del desasosiego marcadas en cada extremo de mi piel.

Los brazos me tronaban. Tembló mi espalda, llevando a retorcer mi cuello, y sacudir mi cabeza hasta tensarse, volteando con rigidez a un lado.

Me levanté del piso del baño respirando con lentitud. Me sentía cansado. Con ambos ojos entrecerrados, cohabitando entre la escasez de luz. Con esmero, me acerqué al lavabo y abrí la llave para que el agua surgiera frente mío. Estaba helada. La tomé con mis manos, y me empape el rostro. La sensación surgida fue de ardor, la piel se me escamaba y mis dedos acabaron entumeciéndose con temblor.

«Si intento un acto atroz que concluya a mi tristeza, no habrá quien lo lamente; carezco de toda compasión o cariño de otros, puesto a que, lo he arruinado todo.»

El piso estaba helado, y mis pies descalzos. Notar el frío hasta entonces hizo de mí helarme de inmediato. Temblaba con rudeza. Añoraba la calidez que apenas y recordaba haber obtenido.

El clima desolado de invierno, a punto de chocar con el espíritu navideño, me era detestable. No tenía compañía, ya no más. Quienes me querían optaron por dejarme, y, aunque había estado orgulloso de aquello, ahora sentía que me hundía entre el capricho de tenerlos para evitar acabar en ausencia.

«¿Será esto un castigo por todo el daño que le he ocasionado a quienes alguna vez me quisieron?», pensé. La respuesta era obvia, mis acciones estaban dadas y por más que me lamentara nada de eso iba a cambiar. Le causé daño a las personas que me rodearon, que me estimaron, quienes me trataron como a alguien honorable. Esos a quienes repudié al estar en busca de algo que, con claridad, por mí mismo no supe obtener. Actué tan vil como un ser lleno de egoísmo y rencor lo puede ser, y no me importó. Como bien aprendí del ser humano: uno debe pasar por encima del otro para conseguir armonía con el pueblo.

Como buen humano antipático y exitoso, encontraría mi alegría a costa de eliminar la de otros.

Antes, llegué a considerar que el encontrarme así, sin afección alguna, era una sensación peor que el estar rodeado de gente cuyo único objetivo era el sacar provecho de ti; esos pensamientos ahora me son razón de burla.

Todavía no puedo creer lo mal que en verdad me encontraba.

Si bien, es aquí, en estos momentos, en donde en realidad puedo ser consiente de todos mis errores cometidos por el consumo de una obsesión sin alcanzar como lo es la felicidad, es porque nada más me queda.

Toqué mi rostro, esparciendo el color que continuaba brotando para que este me llenara. La sensación seguía siendo fría, aquello me causaba incomodidad. Quería escuchar sólo el sonido de mi jadeo, pero el agua lo estaba impidiendo. La perilla había estado abierta, no llegué a cerrarla después de enjuagarme la cara. Coloqué ambas manos debajo de aquel líquido, y lo dejé fluir, con suma suavidad, sobre mis palmas, quedando, a los segundos, sumergido en lo absorto de la armonía vista por mis ojos.

El agua que, con constancia caía, comenzaba a irritarme.

Respiré hondo y me traté de calmar, pero dicho sonido cada vez profundizaba más a mis nervios. Con exasperación, tomé la pequeña toalla para manos situada por sobre la pared, tapando el drenaje del lavamanos para así bloquear el paso del agua, y neutralizar un poco el ruido tan desesperante. Aún se seguía escuchando. Traté de taparme ambos oídos con las manos. No funcionó. El dolor provocado aumentaba. Opté por hundir la cabeza en el ovalín con el agua estancada, no vi una mejor solución, debía actuar rápido para parar de perturbar a mis oídos con todo ese maldito estruendo. Pasaron segundos, y por inercia, salí tan agitado del agua como pude. Mi respiración fue afectada, al no aguantar tanto tiempo sin respirar acabé exhausto. Recargué mis manos en el lavabo, intenté calmar la respiración que sostenía, pero, por el peso, éste se movió un poco de su lugar.

A consecuencia y por el piso inundado, yo, resbalé, y de un fuerte impacto en la cabeza perdí la noción.

Desperté con ausencia de aire y terror en los ojos. Se sentían hinchados, señal de haber sido víctima (por una vez más) de mis lágrimas. No sé por cuánto tiempo yacía ya en el suelo, pero sé, que fue el suficiente para que pequeños fragmentos de sueños reaparecieran en mi mente; imágenes recurrentes del pasado que en su tiempo me dejaban por completo abatido. Y, aunque esas sensaciones las había reprimido por un largo tiempo, al parecer, el recuerdo aún prevalecía en mí.

Hubo un tiempo en el que yo era alguien muy callado. Solía ver a los demás convivir cerca mío, deleitando la suave armonía y diversión que se manifestaba. Tan sólo era un niño, deseaba tener ese tipo de amigos. Quería esa diversión, esa felicidad. Yo, en verdad deseaba eso; la sensación de paz que relucían en sus rostros al estar con más gente a su alrededor.




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