Mi madre, cuando yo era pequeña, me ayudaba a insertar el hilo dentro del agujero que tenía la aguja.
Su vista se fue debilitando con el pasar de los años, a la par en la que yo crecía. Comenzó a utilizar lentes para cuando yo apenas aprendía a leer. Fui muy joven cuando su salud cedió al descanso. Aprendí a valerme por mí misma, sin ayuda, y, de igual forma, también aprendí que yo sola debía cuidar de mi madre. Al principio, ella me pedía ayuda con cosas muy simples: “pásame esto”, “ayúdame a levantarme”, “¿qué dice ahí?”, “¿puedes leerme?”. Después, comenzó con gritos a exigirme. Debía de estar para ella, para cuidarla: yo limpiaba la casa; la ayudaba a levantarse al baño; la sentaba en la sala; le pasaba papel; lavaba su cabello; la bañaba; secaba sus oídos; le ponía sus gotas; contabilizaba la medicina; cocinaba; trapeaba; la limpiaba después de haber ido al baño… Yo estaba allí, le ayudaba. Fui consciente de que sus fuerzas eran nulas, y que las molestias que tenía iban en aumento.
Antes, puedo jurar el recuerdo de que no me levantaba, ni por segundos, la voz. Yo podía hacer travesuras, como cualquier niña pequeña, y no ser reprendida. Su tono era suave, me veía con calma. Ayudaba siempre a entender el porqué de una acción, o el por qué algo debía hacerse de forma diferente. Su enojo vino después, acompañando a su dolor. Me llegué a enfadar bastante con ella, le devolvía los gritos. A veces, con esto ella se molestaba, y me hacía frente, otras, sólo lograba ponerse triste, y silenciaba por horas. Hasta cierto punto, la gente podría decir que ya no hacíamos más que detestarnos, pero yo la amaba.
Hubo muchísimas cosas que ella hizo los primeros años de mi vida, cosas, que, en su momento, yo tuve el gusto de devolverle.
Éramos mi madre y yo. Siempre fue así. No supe nada acerca de un padre, y mi madre no sabía nada de su madre. No había más familia que nosotras dos. De niña, eso no me tenía tan preocupada. Me encantaba pasarla a su lado, y saber que, de igual forma, ella disfrutaba de estar conmigo. Con la compañía de la otra nos bastaba.
Crecí, y lo que la gente murmuraba a mis alrededores, fijaba con detenimiento a mi atención. Ellos insultaban a mi madre, hablaban de ella, suponían cosas sin siquiera haberle dirigido ni una sola palabra. La despreciaban. Y yo la veía tan frágil al respecto. Entonces la defendía, tomaba aquellos insultos también hacía mí y daba acción de ello. Me hervía la sangre que creyeran que podían tratarla tan mal, sin recibir nada a cambio. Para mí, toda mi vida era mi madre. Pero seguí creciendo.
Sacaba notas arriba del ocho, cinco. No era alguien muy sobresaliente en los estudios, aunque tampoco me agradaba la idea de tener alguna calificación abajo del promedio. En eso gastaba el tiempo además de mi madre. Nadie en la escuela me hablaba, más bien, creo que yo era quien se alejaba por el miedo a que pudieran preguntar algo sobre mi familia. Dejé que las cosas pasaran así; apartándome de los demás para que no nos insultaran a mí o a mi madre. Decidí cambiar todo eso cuando pasé a la preparatoria. Quería hacer amigos, y esa era mi oportunidad, puesto a que sería gente nueva. Hablé con los de mí salón desde el primer día, parecían personas en verdad agradables. Fui su amiga. Empezaban a incluirme en sus planes, salía más. La alegría que estas personas me daban era algo que nunca me había podido imaginar. Yo reía, escuchaba a los otros hablar de sí mismos, de lo que hacían, oía chistes, chismes, oía opiniones diversas de lo que veía cada día.
Todo era grandioso.
Lo malo fue que aquello me duró muy poco tiempo.
A principios de año se suspendieron las clases. Era marzo, la tercera semana de marzo, lo recuerdo bien. Toda aquella semana el silencio de la calle fue perpetuo. Los noticieros hablaban, pero la gente lo susurraba. Se aproximaba una especie de gripe cien veces más peligrosa a la que ya conocíamos. Provenía de china. Los rumores eran dispersos: que alguien comió un animal enfermo, que el virus fue creado por el gobierno, que ahora habían zombies atacando los países asiáticos, que se trataba de un catarro, que la gente estaba muriendo como moscas en el frío, que nadie se estaba muriendo, que en realidad fueron varios animales enfermos los que atacaron a las personas. Nadie quería creer una sola cosa en ese momento.
Llegó el jueves. En la escuela todos se preguntaban el por qué no nos mandaban a casa si ya todo estaba cerrando como el gobierno dictó que debían de hacer. Preguntaban entre sí qué se haría si tendríamos que estar en casa unos días, o si en realidad nos mandarían a casa.
Un profesor no impartió su clase, al contrario, nos sentó cerca a los pocos que habíamos entrado al salón y comenzó a explicarnos su versión de los hechos, concluyendo con que después del puente que tendríamos de suspensión, no volveríamos a la escuela el miércoles para tomar clases. Era importante quedarnos en casa y salir lo menos posible para evitar contagios.
Regresé a casa tan frustrada por escuchar la noticia. Apenas había conseguido amistades con las cuales convivir tan aparte de mi casa, y ahora, nadie podía salir de allí ni por un rato. Lo dejé pasar, pensé que tal vez, todo eso no duraría mucho.
Los días pasaron, y se hicieron semanas. Se aproximaban las vacaciones de semana santa. Una festividad que, así como muchos no le prestan atención, también hay quienes le arman escándalo. Desconozco bien el motivo por el cuál es un festejo, pero aquello hacía, ya, unas muy largas vacaciones imprevistas, unidas al puente del natalicio de Benito Juárez.