mente frágil

No debo vivir en ti

No va mucho tiempo ya desde que mi esposa me dejó. Tránsito en un vacío de recuerdos en los que la protagonista es su sonrisa, me atormento al pensar en ello. De alguna forma, llego a sentir el calor de su cariño en las brasas de su remembranza, como si aún estuviera a mi lado. Lo anhelo más que nada; sentir su palpitante corazón en calma, cada que pegaba su cuerpo contra el mío; acariciar su liso y suave cabello; susurrar con cautela a su oído la promesa de que todo estará bien, cada que sus lágrimas se derramaban. Pero, al notar la escasez de su presencia, desespero, caigo en la realidad y la culpa emane.

De joven, trabajé de vendedor en una agencia de autos. Era algo temporal. Yo no había estudiado algo relacionado a ventas o autos, pero ahí estaba. Charlie, mi aún gran amigo, insistió tanto en trabajar cuando saliéramos de la universidad que accedí casi al instante cuando encontró estos dos empleos en vacante, en donde teníamos que estar desde medio día, y el turno, finalizaba al anuncio del sol a la noche, ocultando su radiante ser.

Fue un día de soso trabajo cuando la conocí. En la mañana, el lugar desierto nos recibió a Charlie y a mí. Decidí aprovechar la situación para limpiar el gran cristal que mostraba a los coches, y hacia dentro del lugar. Limpié una, dos veces, y el tiempo no avanzaba, limpié por tercera, cuarta vez, me quedó tan limpió que no parecía haber cristal. Charlie aprovechó para limpiar el piso. Todo quedó tan reluciente y fresco. Nuestro supervisor, en esta ocasión también se aburría. Mencionó que no había nada nuevo ni relevante por hacer. Al no tener deberes, optamos los tres por sentarnos en los sofás de espera, y, sin emitir palabra alguna, nos aburrimos sin más. Al poco rato, Charlie se recostó con los pies hacia arriba, y la cabeza colgando a la orilla del sillón, de esa manera, dejó caer sus brazos. Me divirtió su postura, por lo que decidí imitarlo.

Ya ambos de cabeza, con las ideas revueltas, decidimos charlar un poco. Nos conocíamos de toda la vida. Él soñaba mucho, le encantaba involucrarme en sus ideas de fantasía. Me fascinaba escucharlo. Sus planes para mí, en lo personal, sonaban demasiado irreales. Más que una posibilidad, lo dejaba en una idea vaga en la que no podía creer al cien por ciento. Charlie me deseaba un buen sueño el cual seguir, algo bello para presenciar, y, en aquel día, por suerte, o quizás el destino, no sé, de alguna forma lo consiguió.

—¿Creerías que, en este día tan desdichado, la única presencia que se apareciera, fuera tu único y verdadero gran amor cruzando la puerta de esta agencia?

—No creería siquiera en que hubiera un «verdadero amor» para mí —le respondí.

De cierta forma, me daba igual tener o no a alguien, pero Charlie lo planteaba de una manera tan fantástica que comenzaba a hacer dudar mi opinión respecto al tema.

Él volteó a verme y continuó.

—Yo sé que el amor de tu vida cruzará, como si nada, ese muro de indiferencia que te has construido —soltó una pequeña risa al final.

«Como si nada», es verdad que eso no lo entendí por completo. Las cosas no podían ser tan sencillas, pero claro, tampoco le tomé mucha importancia.

—Por supuesto, Charlie, y el mundo se teñirá de rosa, con pétalos cayendo a manera de lluvia, inundándonos de tierna felicidad mientras que nos tomamos de las manos cuando aquel «muro» desaparezca —reproché.

Charlie se sentó bien en su asiento, y rio de nuevo.

—Si eso pasa, Luisito, te aseguro que ni notaras lo ridículo que sería, pues tu mirada sólo estará situada en el bello brillo que los ojos de tu amada emitirán al verte igual. Eso, mi estimado, será tu ilusión.

La platica terminó ahí. Ambos volvimos a perder el tiempo con otros temas. Inclusive, llegó un punto en el jefe se unió con gozo a nuestras bromas. Pasó rápido la tarde a partir de ese momento, y, aunque no se volvió a mencionar nada durante día, lo único que mantengo en recuerdo es la condena de ilusión que Charlie me había otorgado.

El clima se volvió un tanto frío, y, por las nubes lluviosas, poco tardó para que anocheciera. Faltaban unos cuantos minutos para poder retirarnos, esperábamos a que la lluvia cesara para entonces.

Una chica, en lo insólito del día, se cruzó con mi mirada. Se hallaba, quieta, en la parada de camiones frente a mi trabajo. Era delgada, su ropa grande. Una playera amarilla y un overol de mezclilla era todo lo que le cubría del frío. Me fue sorprendente el que no se abrigara con algo más. Daba la impresión de estar esperando alguna ruta, pero, al pasar unos minutos, la noté ignorar cada uno de los camiones que pasaban frente suyo. Quedé quieto a su par sin saber lo que pasaba. Charlie y el jefe me observaban, yo la observaba a ella, y ella, ¿qué era lo que en realidad veía?

Eso no dejaba de cruzar por mi mente.

La verdad es que no lo pensé mucho. En un impulso, tomé el paraguas del jefe que estaba en la entrada, y corrí hacia la parada de autobuses.

Mirada perdida y ojos repletos de melancolía. La expresión sin fuego que le emanaba hizo de mí, palpitar el corazón que mantenía en resguardo. Fui conmovido al instante por las gotas de llanto exigiendo salvación, cayendo sobre sus lisos pómulos. Y, lo más peculiar, era el que su belleza, entre toda esa desdicha, no parecía verse opacada, sino, que por el contrario, resaltaba de una manera impropia cada una de sus facciones: ojos pequeños cristalizados, nariz y mejillas enrojecidas semejando a su rostro como al de un roedor, la piel le lucía pálida a consecuencia del frío, su boca pequeña resaltaba a esos labios partidos, y su cabellera larga, en extremo lacia, de un negro profundo, ausencia total de color y vida, caía sobre sus hombros.




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