Merfil

04.

Su recorrido por las calles paró cuando arribó en una antigua iglesia. Había caminado por la pista que, escarchada por el clima templado de la noche mezclado con la niebla, brillaba a la luz de la luna. Pasaban uno que otro coche, a veces camiones o camionetas. Hasta ese punto, veía algunos lugares de comida rápida y pequeños restaurantes, donde había gente que cenaba tranquilamente viendo la televisión. La mayoría eran obreros o empleados de alguna empresa. Las tiendas permanecían abiertas, y le pareció que había más gente por las calles que al entrar al pueblo.

Se sentó en la escalinata de la iglesia. Se percató que una reja negra rodeaba toda la construcción. Descargó su mochila y se la puso a su costado. Buscó su teléfono celular y miró la hora. La luz que emitía aquella pequeña pantalla le cegó por un momento, así que le bajó el brillo. Las ocho de la noche, no era tan tarde. Sin embargo recordó que era un pueblo, y aquí se dormirían a partir de las diez. En la ciudad era diferente, la gente nunca dormía y los edificios tenían casi siempre luces prendidas en uno que otro piso, y tampoco faltaban las benditas fiestas.

Respiró y aguantó el aire en su pecho, luego lo expulsó poco a poco desinflando el vientre. Miró en distintas partes. Soledad, nada más que eso, la tranquila y desesperante soledad.

Era muy noche para ir a la casa de sus padres, no llegaría, así que pensó mejor en buscar un hotel y dormir por esta noche, además, empezó a sentir un poco de hambre. Buscó en su mochila la barra de chocolate que había guardado para el viaje. Pero escuchó algo, unos pasos acercándose a él.

Martín se levantó, trató de encontrar el origen del sonido y se percató que había alguien ocultó detrás de la reja quebrando a la derecha.

 

—Hey, quien eres.

Esa persona salió de la penumbra, era un chico de no más de 10 años. Llevaba una casaca roja, unos guantes que conjugaban con la gorra que llevaba puesta.

— Perdón señor — dijo acercándose, — quería preguntarle si no tiene algo de comer para mí.

Martín lo miró extrañado, su apariencia no era la de un chico necesitado.

— No — mintió Martín-por el momento no...

Esta vez escuchó otro sonido detrás de él y se acordó de su mochila. Al girar advirtió la presencia de otro niño que se cargaba la mochila. Martín reaccionó y corrió. Aquel niño se dio cuenta que Martín venía a por él, y trató de huir, pero Martín logró alcanzarlo y tomó la mochila con fuerza, haciendo que el pequeño frenara con brusquedad y cayera al suelo.

— Suélteme por favor, no lo vuelvo hacer, no lo vuelvo hacer — suplicaba aquel niño, este era menor que el que se le había acercado.

Se volvió, pero ya no había nadie allí. El otro chico había escapado dejando solo a su compañero.

— Devuélveme eso — dijo Martín quitándole la mochila de las manos.

El niño miraba al suelo. Tal vez sentía odio o vergüenza, pero mientras Martín se colocaba la mochila, el pequeño apretaba los puños. Luego le preguntó:

— ¿Cómo te llamas?

Hubo un momento de silencio, luego el pequeño absorbió el líquido que le salía por la nariz.

—Samuel—respondió limpiándose las lágrimas con las mangas de su desgastado abrigo. Este chico parecía que sí era pobre.

— ¿Quién era el otro? — inquirió Martín.

— No lo sé, es alguien que conozco de por ahí. Le pedí ayuda para... buscar comida. Al ver que usted llegó, le tendimos una trampa, pero...

— Pero qué — Martín sonaba muy molesto.

— No quería robar, por favor — dijo levantando la mirada.

Sus ojos tenían un brillo suplicante, y en su mejilla tenía algunos raspones y heridas.

Martín lo contempló, y no supo cómo explicarse a sí mismo lo que sintió ese momento. Aquel niño le despertó un desconcertante sentimiento familiar, un cariño que nunca había sentido. Al poco rato se descargó la mochila, y se sentó en la escalinata de la iglesia.

— Siéntate — dijo Martín algo amable.

El niño lo miró confundido, parecía que quería huir, pero algo le detenía. Miró a su costado de Martín y caminó hasta allí, lo pensó de nuevo y se sentó.

Martín buscó dentro de su mochila dos barras de chocolate, y una se la entregó a Samuel.

— ¿Para mí? — exclamó Samuel sorprendido.

— Sí — respondió.

Samuel lo recibió con alegría. Abrió el sobre y se lo devoró al instante. Martín hizo lo suyo, pero comió con tranquilidad.

— Bien, ¿cuántos años tienes?

— Seis, creo — respondió Samuel, con un gran trozo de chocolate en su boca.

 

— Por qué crees.

— Es que, vengo del orfanato. Me escapé cuando tenía cuatro años con otros niños más grandes que yo. Desde ese día recuerdo muy poco de lo que sucedió. Ya ha pasado tanto, pero no sé por qué siento que tengo siete años. Tal vez hasta tenga siete, pero aun así prefiero una edad más corta.

Aquello le sorprendió a Martín. El conocía un orfanato del pueblo. Recordó que después del suceso de su madre, en su escuela hicieron una campaña para visitar a los niños del orfanato. Cuando fue, descubrió como era todo en aquel lugar. Era triste y conmovedor, las ventanas de los cuartos eran altos y por allí ingresaba el reflejo del sol. Parecía una cárcel. Luego veía como jugaban con los juguetes que les regalaban. 



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En el texto hay: horror, horror cosmico, mostruos

Editado: 10.10.2020

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