Merfil

29.

Liz había estado oyendo todo. Pero no le daba mucha importancia y prefería jugar con Samuel. Su mente la mantenía ocupada creando diálogos, pero a la vez sentía algo repulsivo. Ella era consciente que nadie del grupo sabía lo que estaba ocurriendo. Si bien las calles parecían tranquilas, pero con una gran niebla, estaba infestada de criaturas que no podían ver.

La noche anterior, ella había terminado de laborar a las 11. Terminaba de ordenar las mesas con sus compañeras de trabajo, mientras el dueño se encargaba de ver las ganancias. Eran seis señoritas, vestidas como camareras y con las mangas subidas hasta el codo. En la cocina, había tres señoras terminando de lavar los trastes. Y poco a poco cada una se iba retirando despidiéndose. 

Al final solo quedaban tres mujeres, las cuales esperaban su parte del pago. Liz era la última. Tenía su bolso en colgando de su brazo, y llevaba puesto un abrigo negro.  Llegado el turno de Liz, se acercó a su jefe, quien era un hombre muy robusto y con una apariencia casi desagradable.

Liz odiaba darle la mano y hasta recibir un saludo de el con un beso en la mejilla. Su rostro era grasoso, y sudaba mucho, a pesar de tener puesta solo una camisa. La cual, por cierto, se hinchaba a la altura de vientre. 

— ¡Liz!— exclamó el hombre.

Separó unos cuantos billetes de su mano, y se los extendió. Liz quiso agarrarlos, sin embargo él los apartó y habló.

—Mi querida Liz, tu eres consciente que eres la más bonita del lugar, ¿cierto?

—Si…

Ella lo aceptaba, varios hombres la coqueteaban y hasta hacían lo imposible por tocarla sutilmente entre las piernas o rosar con sus pechos de vez en cuando. Y aun así ella soportaba todo eso para poder pagar todos los gastos que tenía. Su madre estaba hospitalizada, y el tratamiento  para su enfermedad requería mucha medicina. Y, a pesar de lo atractivo que tenía ella, no encontraba un trabajo mejor.

—Bueno— prosiguió el hombre, — Eso te puede ayudar mucho. Puedes encontrar un trabajo mejor que este.

Liz sabía a qué punto quería llegar. Casi todas las mujeres que trabajaban allí sabían que ese hombre manejaba un prostíbulo. Y la forma de estar seguro de eso es que, un par de ellas había estado dentro de ese mundo.

— ¿A qué se refiere?— preguntó Liz, intentando sonar confundida.

—Pues me refiero a que puedes ganar mucho más dinero, dando y recibiendo placer, nada más— dijo, mientras se acercaba a ella y trato de agarrarla de la cintura.

Liz le quitó el dinero de la mano y se apartó.

—Lo siento, no aceptaré su trabajo sucio.

Al decir esto, el hombre mostró un gesto muy molesto. Pero Liz caminó hacía la puerta y al abrirla, el hombre gritó: — No conseguirás nada, y te morirás como una maldita estúpida y pobre. Así como tu madre.

Ella giró su rostro, y le sacó el dedo medio. Cerró la puerta y caminó rumbo a su departamento. 

Las calles estaban vacías y solo iluminadas por los faroles y postes de luz repartidas a lo largo de las vías. La molestia poco a poco se desvanecía, y ahora solo sentía tristeza por lo fracasada que se sentía. Su madre era una mujer que siempre le enseñaba valores desde pequeña. Su padre las había abandonado cuando ella sólo tenía 8 años. Y desde esa edad se planteó estudiar y lograr tener un título para sacar a su madre y a ella de ese hoyo en el que estaban metidas. Sin embargo, a pesar del esfuerzo y el apoyo de su madre, no lo consiguió. Y al terminar la escuela, comenzó a trabajar.  Años después, su madre enfermo gravemente, tenía cáncer.   El tratamiento ayudó mucho a su salud, y logró estabilizarse. Pero tenía muchas deudas, las cuales su familia lejana las ayudaban pero eso no iba a ser así siempre.

Llegó a su hogar, simplemente ingresó sin encender las luces. Estaba agotada, pero también pensando en otro trabajo, puesto que ya no volvería trabajar en aquel restaurante.

Se metió a la cama y durmió. Durmió el poco tiempo que tenía para descansar, durmió, por que en sus sueños nadie podía hacerle daño.



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En el texto hay: horror, horror cosmico, mostruos

Editado: 10.10.2020

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