Merodeadores nocturnos

Capítulo 4 - Metamorfosis

Metamorfosis

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Noche de luna llena. Sí, plenilunio. Hoy la Tierra se encuentra situada entre el Sol y la Luna; será otra noche teñida de rojo en la que podré dar rienda suelta al instinto que vive agazapado en lo más profundo de mi alma, podré salir en busca de la manada y recuperar la ansiada liberación. Lo que empecé considerando una maldición que me atormentaría hasta el fin de mis días, hoy lo recibo como una bendición, una suerte de regalo divino que el destino quiso ofrecerme y que he terminado abrazando con todo convencimiento. Soy uno más.

Cierto es que muchos pretenden arrebatarme este regalo fundiéndolo en plata, pero he aprendido a convivir con tan obstinada amenaza. Conozco a mis enemigos, conozco sus viejas estrategias y sus primitivos métodos de caza, los he estudiado a lo largo del tiempo y he tomado buena nota de ellos. Morir nunca ha sido na opción.

De todos modos, en estos momentos poco me importan aquellos miserables que quieren acabar conmigo porque una creciente corazonada de júbilo va apoderándose de mí poco a poco, alimentándome, surcando mi interior como un velero en busca de nuevos horizontes de libertad. Me deleito en la liberadora sensación.

Abro el ventanal y aspiro profundamente el aire puro que trae consigo la noche. Silencio apenas interrumpido por el canto de algún chotacabras y la persistente melodía de una bandada de grillos. El oscuro cielo solamente está habitado por unos cuantos jirones de nubes que permiten resaltar aún más la fantasmagórica luz de una Luna que baña con su preciosa y pálida blancura la quietud del paisaje. Es entonces cuando empiezo a sentir su influjo... comienza el ritual, la ansiada metamorfosis que me llevará hasta el abandono defitinivo de la aborrecible forma humana.

La sangre se amontona en mis venas amenazando con desbordarme. La siento galopar con furia, insuflando calor por todo mi cuerpo a medida que lo recorre como una jauría hambrienta. Aprieto los puños y me dejo llevar. Los primeros espasmos, todavía suaves, solamente me dejan una leve e incluso agradable sensación de hormigueo en la punta de los dedos, pero las convulsiones aumentan su fuerza y me empujan a contraer cada músculo irremisiblemente.

El esfuerzo es considerable y caigo de rodillas al suelo mientras siento las gotas de sudor resbalar por mi piel. Mis venas están hinchadas una vez más, a punto de estallar, reclamando un espacio que siempre fue suyo. Alzo la cabeza y clavo mis pupilas en la Luna: ¡Sí, Madre, soy todo tuyo una noche más!

Sonrío cuando mi columna vertebral se arquea provocándome una punzada de dolor brutal en los riñones; quiero empezar a aullar, pero mi respiración es tan agitada que apenas tengo fuerzas para sostenerme. Tiemblo. El corazón late desbocado y mi cuerpo comienza a dejar de ser lo que ha sido para comenzar a ser lo que tendría que haber sido: renace el instinto adormecido, los olores se agolpan en mi nariz y distingo el aroma de un conejo en su madriguera, el de la humedad que impregna el bosque, el de la sangre de un ciervo cazado por mis hermanos... Sí, la manada, mi manada, me reclama; la familia volverá a acogerme una vez más.

Una última contracción colosal está a punto de hacerme perder el sentido y me obliga a apretar los dientes y a cerrar los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, la llamada de lo salvaje me reclama: mi aullido rompe el silencio en un estallido de felicidad y siento la hierba fresca bajo mis patas, el viento acariciando mi pelaje. Vuelvo a ser yo, el sueño se vuelve realidad.

Ojalá no despertara jamás.




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