Oleg "El Pardo", en su incansable peregrinaje por el mundo civilizado, había llegado hasta la fabulosa ciudad de Zambria hacía un par de lunas. Como en otras ocasiones, la simple curiosidad lo había llevado hasta allí. Situada en un cruce de importantes y prolíficas rutas comerciales, Zambria había florecido como un oasis en el desierto y su nombre resonaba por todos los confines del Horizonte. Aunque entendía –y tampoco es que le preocupara demasiado– pocas cosas de las costumbres y de la religión de aquellos zambrios, Oleg sí había aprendido rápidamente cuál era, en su opinión, el único reclamo interesante de aquella ciudad: el secreto de la Torre del Estandarte.
La notoriedad de Zambria había provocado que arribaran todo tipo de personajes procedentes de los cuatro rincones del Horizonte; así, mercaderes, banqueros, aristócratas, negociantes y curiosos hormigueaban por las lujosas y concurridas calles de la ciudad, a la sombra de grandes hileras de palmeras y arrullados por el sonido de las numerosas fuentes que refrescaban el ambiente. De todos modos, si algo sabía Oleg es que allá donde abundaba la riqueza, también solía prosperar la pobreza; toda ciudad, por hermosa que fuera, tenía su lado oscuro y Zambria no iba a ser menos. Si no poseías suficientes redaños y no llevabas un buen tajo al cinto, era mejor no dejarse caer por el Barrio del Maul.
Por contradictorio que parezca, era en aquel ambiente donde más cómodo se sentía Oleg y en una de las tabernas de aquel barrio de mala muerte, rodeado de canallas, pícaros y ladrones de ágiles dedos, había escuchado atentamente cómo los astutos bribones zambrios de piel oscura y ojos dorados explicaban lo inexpugnable que resultaba la Torre del Estandarte y la cantidad de extraordinarias joyas que guardaban sus muros, entre ellas el legendario Diente de la Mantícora. Al parecer, pero, había un problema; el viejo condestable Von Wumber custodiaba la maravillosa gema y sus aterradores guardias –muchos afirmaban que creados mediante la magia negra– ya habían devuelto al barro a más de un osado ladrón.
Aquellas siniestras historias no amedrentaron a Oleg. Él era un hombre de voluntad inquebrantable y se había criado en el frío y agreste Norte, en el que gobernaba el belicoso dios Krom y donde la mejor manera de alcanzar un acuerdo era mediante el acero, así que pensó que si aquellos bastardos zambrios tenían miedo de un orondo condestable y de sus perros guardianes, es que no eran dignos de poseer el Diente de la Mantícora, pero él... por todos los muertos, él iba a conseguir aquella preciada gema esa misma noche.
La silueta de la Torre del Estandarte se recortaba orgullosa contra el cielo; allí estaban sus desafiantes cincuenta metros de altura que se alzaban en mitad de un jardín de exuberantes árboles. Sus paredes lisas y pulidas que devolvían los destellos de las antorchas que iluminaban las calles y aquí y allá resplandecían los engastes que abrazaban enormes rubíes, zafiros, esmeraldas y turquesas repartidos como por capricho por su fachada principal. Era una visión magnífica y casi hipnótica. Lástima que también estuviera rodeada por una doble muralla.
Plantearse si un tipo que había crecido en el Norte sería capaz de trepar aquella pared, era tan absurdo como preguntarse si un pez sabía nadar, así que con agilidad felina se encaramó a la piedra y saltó al hueco existente entre ambos muros. La oscuridad y el silencio hacían que el instinto indómito de Oleg estuviera bien alerta, mirando en todas direcciones sin emitir el más mínimo ruido porque algo en su interior le advertía que no estaba solo; un cuerpo se agazapaba en las sombras junto a la segunda muralla.
Cuando se acercó sigilosamente a él con un cuchillo en la mano, comprobó que era otro ladrón, ni más ni menos que el reputado Taurus de Albadia, apodado "El Uro". A pesar del susto y de la sorpresa inicial, ambos supieron reconocerse mutuamente la audacia por pretender internarse en la Torre del Estandarte y asaltarla, por lo que decidieron unir sus esfuerzos en aquella peligrosa empresa. Al fin y al cabo, el lugar reunía tantas riquezas que necesitarían varias vidas para poder gastarlas.
Los dos valientes se acercaron al segundo muro, dispuestos a sortearlo y saquear la morada de Von Woum. Aterrizaron como plumas sobre la hierba del jardín interior y se vieron rodeados por más arbustos y por aquellos malditos árboles exóticos que Oleg no había visto jamás, pero aquello no embotó su sexto sentido. El norteño percibía el aura amenazadora y maligna de aquel lugar: tenía la sensación de que estaban siendo observados por miradas hambrientas y luego estaba aquel vago olor que flotaba en el ambiente y que le erizaba el vello de la nuca. Taurus, que también había advertido la amenaza, detuvo el avance de Oleg y le pidió que no se separara de él mientras sacaba un tubo metálico de su cinto: el bárbaro miró al afamado ladrón pensando para qué demonios querría una flauta en aquel puñetero momento.
Un sutil ruido alertó a Oleg "El Pardo", apenas perceptible para el oído del neófito desprevenido, pero audible para su avezado instinto siempre alerta. Aunque no corría ninguna brisa, los arbustos se mecían y luego estaba aquel silencio, pesado y espeso como un charco de brea. El norteño ya había desenvainado su acero y sus dedos se cerraban como tenazas sobre la empuñadura; mientras sus ojos azules se esforzaban por escrutar la tenebrosa oscuridad, como aparecidas de la nada, unas extrañas y colosales bestias de mandíbulas poderosas y garras mortíferas irrumpieron en el jardín.
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Editado: 03.07.2025