Me desperté con el ajetreo del campamento, abrí la cremallera de la tienda de campaña y pude ver a la gente atareada, moviéndose aquí y allá, trajinando las mochilas, manteniendo el fuego encendido, tratando de hacer callar a los excitados perros y procurando calentar el café en mitad de aquel maldito temporal. ¿Cómo podía intuir entonces que aquella jornada acabaría temiendo por mi vida? Nada hacía presagiar que se acercaba el final para muchos de nosotros.
Me vestí, me abrigué con todo lo que encontré y salí a la intemperie ajustándome los guantes, dispuesto a enfretarme una mañana más al condenado frío y a las molestas ventiscas de nieve. Entre bostezos, todavía desperezándome y despertando a mis entumecidos huesos, fui dando los buenos días a las personas con las que me iba cruzando en mi paseo camino hacia la cafetera, atraído por su hipnótico y prometedor aroma.
A pesar de que el frío nunca me ha supuesto un problema –lo prefiero mil veces al sofocante calor–, lo cierto es que empezaba a estar cansado de aquel implacable clima. Sobre todo estaba harto del condenado viento porque acababa por adueñarse completamente de tus tímpanos y ya lo escuchabas incluso cuando el muy bastardo dejaba de soplar. Me hallaba en un campamento situado bajo el majestuoso Nanda Devi, en la cordillera del Himalaya, formando parte de la expedición que Judas A. Pennyworth y Mad Steiner habían organizado: a aquel par de intrépidos aventureros se les había metido en sus cabezotas la idea de coronar la cima, situada a 7.816 metros, atacándola a través del desfiladero del Rishi Ganga.
Aunque estábamos en pleno mes de agosto, eran ya varios los días en los que sufríamos el hecho de amanecer bajo una persistente tormenta de aguanieve que, combinada con el cortante viento, impedía ver con claridad. De hecho, más allá de unos cuatro o cinco metros de distancia era prácticamente imposible distinguir nada, pero, como decía, aquel par de excéntricos estaba decidido a alcanzar la cumbre sí o sí. Teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas, nos aguardaba una lenta y agónica travesía sorteando el hielo, la roca y la nieve; nos veríamos forzados a avanzar despacio y con cautela para no perder las referencias e ir asegurando los pasos.
Si bien era cierto que durante los primeros días el tiempo nos había acompañado regalándonos un sol reconfortante, la situación había cambiado repentinamente, como si la propia Naturaleza quisiera evitar que la raza humana corrompiera otro territorio virgen. Especialmente duras habían sido las dos últimas noches, que empezaron tranquilas, pero que terminaron trayendo consigo unas ráfagas de viento ululante capaces de adueñarse del sepulcral silencio de aquel colosal macizo. El viento, además, había alterado el ánimo del grupo y el entusiasmo inicial había acabado por esfumarse, arrastrado por la ventisca. Cada vez eran menos frecuentes las conversaciones y los chascarrillos alrededor de una fogata, compartiendo unos tragos de aquel infame licor, llamado kumi, que destilaban nuestros guías locales.
Tal vez fuera el mal de las alturas o que estaba empezando a perder la cabeza, pero tenía la sensación de que el viento me hablaba en susurros, lanzando enigmáticas advertencias. Y no era el único que padecía aquel tipo de alucinaciones porque los sherpas nepalíes también estaban visiblemente nerviosos y habían recomendado con insistencia que levantásemos el campamento cuanto antes, diéramos media vuelta y regresáramos a la aldea. Explicanban increíbles historias sobre los jigous –una suerte de simios ancestrales– y los rákshasa –criaturas demoníacas mitológicas–, mientras afirmaban que ya no éramos bienvenidos allí. No me tenía por un hombre aprensivo y mucho menos supersticioso, pero debo admitir que una parte de mí comenzaba a creerse todas aquellas historias.
De todos modos, Pennyworth y Steiner estaban tan ansiosos por atacar el Nanda Devi que, fieles a su sed de emociones, hicieron caso omiso de las creencias locales, de las advertencias y de la climatología adversa. Era tal su excitación que estoy convencido de que, aunque hubiera arreciado la peor de las tempestades o una avalancha hubiese sepultado gran parte del campamento, ellos hubieran seguido adelante con su propósito.
Y entonces, esa fatídica mañana, mientras apuraba mi café observando cómo los miembros de la expedición se afanaban en recoger las tiendas y el resto de los pertrechos, ultimando los detalles para partir rumbo a la cumbre... los peores temores se hicieron realidad. Lo sé, no estaba del todo despierto todavía y el fuerte viento levantaba una especie de polvo helado, pero juro que vi algo moverse subrepticiamente en mitad de la tormenta. Entrecerré los ojos para tratar de ver mejor, si es que aquello era posible con aquel temporal, y me pareció distinguir tres enormes siluetas de andar simiesco que se aproximaban a nuestro campamento.
Acto seguido busqué con la mirada a los sherpas y fui consciente de que no eran imaginaciones mías. Un miedo atávico se apoderó de mí. Aquellos seres eran reales y se acercaban rápidamente a nosotros. Me asusté de verdad cuando los sherpas salieron corriendo al grito de "¡Rákshasa!, ¡Jigous!". Por un instante me quedé petrificado ante lo que estaba presenciando; ¿hombres prehistóricos que habían sobrevivido a la glaciación?, ¿grandes primates en el Himalaya?; ¿qué diablos eran aquellas criaturas?
De pronto, un coro desgarrador de gritos profundos y guturales hendió el aire y se me heló la sangre en las venas. Paralizado contemplé cómo, rodeados de un vaho glacial, tres gigantes horrorosos y de profuso pelaje blanquecino irrumpían en el campamento; aunque había algún vestigio de humanidad en ellos, habían degenerado de tal manera que los rasgos eran completamente bestiales pues sus monstruosos brazos casi rozaban el suelo y su boca permanecía abierta por culpa de unos desproporcionados colmillos. Los ojos eran azules y pálidos como el hielo y desprendían un odio ancestral que anunciaba una muerte terrible y brutal.
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Editado: 03.07.2025