Oscuridad. Solamente oscuridad y una presión asfixiante oprimiéndome el pecho, como si un pie inmenso me aplastara contra el suelo. Intento respirar, pero el aire no acaba de llenar mis pulmones y con cada intento de llenarme de oíxgeno, siento punzadas de dolor repartidas por casi todo el cuerpo. Me digo que, si duele tanto, será que sigo vivo. Sonrío. Toso sangre, pero sonrío.
Y sí, sigo vivo, en un estado lamentable, pero vivo. Siento el agua repiqueteando sobre mi piel y abro de nuevo los ojos, llorosos por la espesa humareda que arrastra el viento. Un pegajoso olor a azufre envuelve el aire de un oscuro cielo tormentoso que ruge. Estoy recostado sobre alguna piedra que se interpuso en mi caída y que ahora me sirve de incómodo respaldo. Apenas logro ver más allá de mis botas, casi todo parece borrosamente estático, como paralizado en el tiempo, y durante unos instantes no oigo absolutamente nada, el mundo parece haberse sumido en un denso silencio. Parpadeo varias veces para desembotar mi cabeza e intentar aclarar mi vista y, poco a poco, entre el humo y la lluvia persistente, diviso sombras y escucho el canto del acero mezclado con la cacofonía de gritos agónicos de hombres. Las órdenes de los oficiales suenan caóticas al fundirse con ecos que anuncian angustia y dolor.
La cabeza me zumba como un avispero y siento los latidos de mi corazón martilleando inclementes mi cráneo. Tambores de guerra resonando en mi cabeza. Intento moverme y un agudo dolor en el costado me devuelve súbitamente la memoria. De pronto recuerdo dónde estoy y por qué. Siento el sabor de la sangre mezclado con el polvo en mi boca, escupo al suelo y paso la lengua por las encías: todos mis dientes siguen ahí, pero tengo el labio partido. No creo que sea lo único que se ha roto en mi cuerpo, pero, por lo menos, el resto de mi cabeza sigue en su sitio. Vuelvo a sonreír amargamente.
Mientras el cerebro trata de regresar a su posición natural, resoplo y me resigno. Me tomo un breve respiro y con las manos busco alguna señal en la armadura: una herida, un agujero, alguna maldita cosa... acabo encontrando una hendidura. Sin duda, un buen golpe ha aboyado una parte del costado derecho de la coraza y, de paso, se ha llevado consigo alguna costilla: "Sobrevivirás a esto", pienso. Un rugido se alza por encima de la tormenta y del griterío y entre todo aquel caos, reinando sobre la destrucción, una siniestra silueta rojiza y brillante se alza como un coloso haciendo chasquear su látigo contra el suelo y mostrando sus fauces a todo aquel que osa acercarse, impartiendo justicia demencial sin ningún tipo de escrúpulos, mientras blande una espada flamígera. El muy bastardo parece divertirse. Ya no sonrío. Ya ha desaparecido el dolor.
Gritos y más gritos, algunos de ánimo, pero la mayoría de terror, interrumpidos por el doloroso sonido del látigo y por unos rugidos escalofriantes que rompen el silencio. Tal vez lo más prudente fuera dar media vuelta, salir corriendo de allí y esconderse en los bosques cercanos, pero mi padre me enseñó que los problemas no pueden ni deben evitarse porque siempre acaban volviendo a ti. Escupo sangre una vez más y busco a tientas a Colmillo Desgarrador y encuentro, fiel, la espada a mi lado. A pesar de las circunstancias, ha permanecido cerca de mí, esperándome para volver a cargar. Estiro el brazo, la agarro y la miro con mimo; la hoja anda algo desafilada, pero sigue siendo un excelente acero. Intento levantarme una primera vez, pero el dolor me hace hincar la rodilla, así que aprieto los dientes y, apoyándome en la espada, me incorporo poco a poco mientras maldigo cada centímetro de mi magullado cuerpo.
Una vez de pie, recojo un escudo abandonado a su suerte. Lo embrazo y lo sopeso, está mellado y ennegrecido por el fuego, pero todavía se distingue el emblema de Cima de Halcones. Trato de no pensar en lo mucho que me duele todo, me recompongo y, algo renqueante, emprendo el camino hacia la batalla.
A medida que avanzo, el calor aumenta y apenas siento ya la lluvia, como si esta se evaporara antes de llegar al suelo, aunque cae la suficiente como para mezclarse con la sangre y teñir la tierra de rojo. En aquel cenagal ensangrentado yacen los cuerpos de muchos hombres, algunos chamuscados y otros en posturas casi imposibles, y por aquí y por allá pueden verse armas caídas y huérfanas. El campo de batalla me recuerda a un dantesco erizo metálico. Me cruzo con algunos hombres de rostro desencajado que huyen de allí, con soldados malheridos de mirada perdida. Escucho lamentos, llantos, alaridos, gemidos... el macabro himno que antecede a la muerte.
Y allí está Él, con hombres caídos y desparramados a sus pies. Siempre envuelto en una suerte de aura llameante, como si sus entrañas fueran pura lava ardiente; agita el látigo ante los pocos hombres asustados que intentan detenerlo con lanzas y los hace retroceder como quien espanta unas molestas moscas. Destrucción y violencia en estado puro, sin contemplaciones. El titán debe medir cerca de tres metros y su piel rojiza emite un calor insoportable. En su melena danzan lenguas de fuego y en sus ojos amarillos brilla la maldad más insondable... aquella abominación ha sido creado y moldeado con el único propósito de matar. Porta consigo una larga espada cuyo filo está envuelto por las llamas y un látigo que hace restallar de manera desafiante y que ulula con el grito de mil almas condenadas.
En todos mis años de soldado, en todas las campañas en las que he participado, en todas las batallas de las que he podido regresar con vida, jamás me he enfrentado a nada parecido. Pero recibí formación castrense desde que pude sostener mi primera espada y formo parte del temido cuerpo de infantería pesada de Bêhn-A-Bärre, tengo un mandato y un deber que cumplir para con el Reino. La defensa de Torreón del Cernícalo no puede ceder porque, detrás de nosotros, los muros de Cima de Halcones ya solamente cuentan con una pequeña guarnición que no resistirá a semejante monstruo. Debemos detenerlo a toda costa, aquí y ahora, porque la supervivencia de los habitantes de Bêhn-A-Bärre está en juego.
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Editado: 16.06.2025