Octubre de 1916; querida Ekaterina,
Ya hace días que las tropas alemanas del general Von Falkenhayn se han unido a los austrohúngaros y nos comen el terreno, empujándonos centímetro a centímetro a cada jornada que pasa. A pesar de los discursos de nuestros oficiales para tratar de mantener alta la moral de la tropa, lo cierto es que no hacemos otra cosa que retroceder y mis compatriotas rusos, aliados del pueblo rumano, ya han dicho que no van a enviar más refuerzos a la zona. Apenas han transcurrido dos semanas desde que logramos apoderarnos de la región de Transilvania, pero las tornas han cambiado repentinamente y estamos a punto de perder de nuevo este territorio de alto valor estratégico.
Los enemigos pretenden alcanzar Bucarest, por eso nos retiramos sin presentar batalla; el objetivo minimizar las bajas, perder el menor número de hombres, alcanzar los Cárpatos y defender los pasos montañosos que conducen hasta las llanuras valacas para evitar, así, dejar desprotegida la capital rumana. La última pérdida ha sido la ciudad de Brașov, un lugar que evacuamos el día anterior como si fuéramos un batallón fantasma... no sé qué hacemos aquí. Me alisté para combatir, para defender una causa que consideraba justo y llevo días caminando sin parar, cargando el pesado equipo, agotado y con ampollas en los pies.
Hoy, a los pocos rusos que quedamos combatiendo junto a los rumanos en Transilvania, nos han enviado a Bran, una pequeña ciudad situada al sur de Brașov; allí hay una fortaleza que el alto mando considera una ubicación excelente para preparar una férrea defensa del terreno, pero, curiosamente, no han enviado tropas rumanas con nosotros, solamente un guía autóctono nos ha acompañado. Me llamó la atención que muchos de los soldados se santiguaran o murmuraran cosas extrañas sobre murciélagos y la noche eterna cuando recibimos la orden, aunque entonces no le di mayor importancia, pero después de ver el Castillo de Bran despuntar en el horizonte, admito que se me pusieron los pelos de punta.
Pregunté al guía, un tal Ionut, qué pasaba con aquel castillo y por qué los soldados nos habían dicho adiós como si una desgracia se hubiera cernido sobre nosotros. El hombre habla un ruso algo rudimentario, no resulta fácil entenderlo del todo, pero comentó algo sobre un tal Vlad III Drăculea, también llamado Vlad Tepes o... El Empalador, un príncipe de Valaquia que gobernó la zona durante la segunda mitad del siglo XV y que se enfrentó a los otomanos en diversas ocasiones. Al parecer –o eso decían las creencias populares– esta antigua fortaleza, construida por la Orden Teutónica en lo alto de una roca, había sido la residencia del príncipe, aunque otros afirmaban que solamente había estado encerrado en sus calabozos algunos días, antes de que lo trasladaran a una prisión húngara.
Pero más allá del pasado de aquel príncipe, había más misterios que rondaban a la figura de Vlad Tepes; eran varios los que habían escrito, a lo largo de la historia, acerca de su brutalidad –claro que, si lo apodaban El Empalador, sería por algún motivo–, retratándolo como un tirano que impartía justicia sanguinaria. Tal gusto desmesurado por la violencia y su sed de sangre lo habían convertido en un strigoi, una suerte de ser maldito castigado con no poder ver nunca más la luz del Sol, pero que, al parecer, sería capaz de vivir eternamente siempre que consumiera sangre humana.
Mi añorada Ekaterina, fuera cierta o no la leyenda del príncipe Vlad, si una cosa puedo afirmar es que algo inquietante reside encerrado entre los muros del Castillo de Bran porque anoche no dejamos de oír ruidos extraños procedentes de su interior, como si algo arañara la fría piedra, intentando liberarse y salir. Mi instinto me dice que la fortaleza oculta siniestros secretos y el hecho de que las mulas que llevábamos con nosotros hayan desaparecido sin dejar el menor rastro, no presagia nada bueno. No podemos desobedecer las órdenes, la tarea que nos han encomendado es vital para la resistencia de Bucarest, pero daría mi vida por abandonar este condenado lugar y estar a tu lado a orillas del Volga.
A pesar de su aspecto aterrador y de no haber pegado ojo en toda la noche, esta mañana hemos decidido explorar el castillo. Sus torreones se alzan en el cielo como garras abiertas esperando atrapar a sus presas y las enormes grietas en los muros parecen deformes bocas desdentadas por las que ulula con furia el viento que desciende de las montañas. Pero vencimos el pánico y, después de mucho esfuerzo, gracias a las palas y a los picos que portamos en las mochilas, hemos logrado abrir sus portones. Juro que cuando han cedido las puertas, una corriente de aire que ha sonado como un lastimero aullido nos ha dado la bienvenida. La humedad calaba hasta los huesos y he sentido como se me erizaba el vello mientras un espasmo recorría mi espinazo de arriba a abajo... pero lo peor estaba por llegar: en el suelo, escrito con tinta roja –quiero pensar que era tinta, me niego a pensar que fuera sangre– había una especie de versos que Ionut, el guía, nos ha traducido al ruso con voz trémula.
Inmortalidad perpetua, eones de existencia anónima y desterrada; condenado a morar por los anillos del tiempo en silenciosa soledad. Frías paredes, tapices roídos, pasillos oscuros y sangre derramada. Estacas, crucifijos y agua bendita; perseguido por toda la eternidad. Soberano de un reino de oscuridad teñida de rojo que despierta al ponerse el Sol. Sangre: dulce elixir, alimento primordial, esencia vital que me rejuvenece. Solitaria, nocturna y ajena a la muerte, mi alma arde eternamente en un crisol. Desde la atalaya de mi trono ancestral contemplo un mundo decadente. La noche vuelve a abatirse sobre el día, la muerte acabará con la vida y roja será la vigilia de los sueños de los hombres, roja su despedida. Sangre, sangre... ¡Sangre!
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Editado: 06.06.2025