Merodeadores nocturnos

Capítulo 9 - Gaueko: el señor de la Noche (parte I)

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Poco después de la primera semana de enero del año 1794, después de abandonar París y tras veinte días a caballo sin apenas descanso, mi pelotón, dirigido por el mayor Lefebvre, cabalgó junto a su nuevo oficial al mando, el teniente Leroux, en dirección a los Pirineos; también formaba parte de la misión un alto funcionario, el comisario político Dubois. Nuestro objetivo era el de cruzar el macizo montañoso para unirnos al grueso del ejército francés, dirigido por el comandante La Houlière, que combatía contra los españoles en el norte de la Península Ibérica.

Cruzar aquellas montañas supuso una dramática odisea porque las condiciones climáticas fueron duramente adversas: las temperaturas cayeron en picado a medida que avanzábamos, nos llovió casi todos los días y, para colmo de males, fuimos azotados por un inclemente temporal de viento que no concedió tregua. La frontera española estaba situada a unos 2.000 metros de altitud y debíamos coronarla para luego descender en dirección a Euskadi, tierra inhóspita e indómita de fieros habitantes.

La operación estaba englobada dentro de la Guerra de la Convención, también conocida como Guerra de los Pirineos o Guerra del Rosellón, que enfrentaba a Francia con una coalición militar hispanoportuguesa. Como era de esperar, el estallido de La Révolution y la posterior ejecución del rey Luis XVI habían despertado el recelo de diferentes monarquías absolutistas europeas y España, que además contaba con el añadido de la proximidad geográfica, había considerado oportuno extremar las precauciones y endurecer su política antifrancesa, realizando diferentes detenciones para evitar que los ideales revolucionarios se extendieran por sus territorios. La consiguiente escalada de tensiones terminó provocando que se militarizara la frontera pirenaica en las regiones de Navarra, Aragón y Catalunya, reforzando la zona con artillería, destinando más soldados y cavando trincheras.

En medio de aquel conflicto bélico, mi pelotón plantó cara a la meteorología y desafió al frío pirenaico para, después de cuatro interminables jornadas de senderos pedregosos y múltiples adversidades, por fin coronar e iniciar nuestro peregrinaje a Gipuzkoa. Durante el trayecto perdimos a unos pocos hombres por culpa del frío y también tuvimos que sacrificar a algunos animales, pero, como decía, logramos coronar los Pirineos e iniciar el descenso; la fortuna quiso que, a medida que nos aproximábamos hacia el verde valle, la ventisca fuera remitiendo y las temperaturas subieran ligeramente, cosa que agradecimos profundamente. Mientras avanzábamos, el comisario Dubois, que no paraba de consultar una y otra vez las órdenes y los mapas que llevaba consigo, no se cansaba de repetir que los vascos eran gente peligrosa, ruda y salvaje.

Por fin, el 16 de enero de 1794, divisamos los primeros signos de civilización cuando, a lo lejos, vimos lo que parecían ser las ruinas de un viejo santuario y, unos pocos kilómetros más allá, unas volutas de humo que indicaban la existencia de chimeneas y, por lo tanto, de una aldea. Al llegar al santuario, monsieur Dubois nos concedió una hora de descanso antes de proseguir y algunos de nosotros aprovechamos para echar un vistazo al lugar. Enseguida advertimos que el ejército francés al que debíamos unirnos había pasado antes por allí: los restos de un incendio eran recientes, el techo de la ermita estaba hundido –algunas robustas vigas habían cedido–, y los signos de vandalismo eran evidentes miraras por donde miraras.

El comisario Dubois tenía prisa y nos apremió para que volviéramos a ponernos en marcha y, así, acudir al punto de encuentro con el comandante La Houlière; debíamos reunirnos con las tropas francesas cuanto antes. Agotados y todavía con las recientes heridas causadas por el frío extremo, alcanzamos el camino principal y dejamos atrás el cruce en dirección al pueblo de Berastegi, pero cuando solamente habían transcurrido unos pocos minutos, el cielo se oscureció de golpe, se levantó un molesto viento, la temperatura descendió vertiginosamente y se desató un temporal de nieve que nos obligó a dar marcha atrás. Poco podíamos sospechar por aquel entonces que la inesperada tormenta nos iba a condenar para siempre.

Sin apenas visibilidad, tratando de guarecernos de aquella súbita ventisca, retrocedimos hasta el mencionado cruce y tomamos el desvío que conducía a Berastegi en busca de refugio. Se trataba de un pueblo montañés formado por una docena de casas de piedra con tejados de ramas y paja, habitado, a simple vista, por ancianos, mujeres y niños. A pesar del temporal, los habitantes de Berastegi salieron a la calle mostrando hoscas miradas e incluso algunos de ellos nos recibieron armados con azadas, cuchillos y palos. La situación era tensa, pero un tal Aitor se mostró pacificador y hospitalario. Se impuso la sensatez y pudimos iniciar algo parecido a una conversación; el comisario trató de comunicarse con él, pero no entendían ni una palabra de francés, así que el mayor Lefebvre, que algo sabía de castellano, realizó las rudimentarias tareas de intérprete y consiguió que nos dejaran pasar la noche en un establo, siempre que abandonáramos la aldea al día siguiente... Ojalá hubiéramos tenido la oportunidad de marcharnos.

Mientras nos dirigíamos a las cuadras y el comisario Dubois no paraba de maldecir y lanzar imprecaciones porque nos tocaba dormir junto a los animales. Por el camino, reparé en algo curioso: en todas las puertas de las casas de Berastegi había colgado un girasol seco, de hecho, también habían colocado un girasol en la entrada del establo. Compartimos espacio con varias mulas y un buen puñado de ovejas, siendo una de ellas sacrificada para transformarse en una reconfortante cena en forma de guiso. Aunque era cierto que allí podíamos resguardarnos de la nieve y del viento, percibía algo extraño; flotaba en el ambiente un frío antinatural y se respiraba un aire denso. Nadie estaba cómodo y era palpable una cierta inquietud.




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