Amanece el 25 de abril de 1813 en Berlín, el ejército prusiano del general Von Büchler ha conseguido una gran victoria después de expulsar a la Grande Armée. Napoleón, con el rabo entre las piernas, ha tenido que cruzar el Rhein, ¿será este el punto y final de las megalómanas ambiciones del emperador francés? Hay que reconocer que el tipo tiene un par de pelotas, pero nada dura para siempre.
Ayer resultó ser un día largo; la reconquista de Berlín fue un interminable baño de sangre, lamentos, cascotes y humo que nos agotó. Ganamos la ciudad palmo a palmo, casa a casa, barrio a barrio, con los franceses mordiendo como chacales rabiosos, vendiendo cara la derrota, pero su frente se quebró y sus líneas se desordenaron. Entramos con todo. Recuperamos Berlín y hoy sus habitantes lo celebran. A pesar de los incendios, de los edificios destruidos y de los cadáveres desparramados por el suelo, sus habitantes lo celebran. Los berlineses se han lanzado, emocionados, a las calles para aplaudirnos y vitorear el nombre de Von Büchler, nuestro general. Héroes, al menos durante unos breves instantes. Disfruto de esa gratificante y efímera sensación.
Me ha tocado formar parte del primer turno de limpieza; los oficiales al mando han ordenado que colaboremos con la población civil en las labores de recogida de escombros, sofoco de pequeños fuegos que todavía arden y recuperación de cadáveres. El objetivo es despejar las calles y las avenidas para que los carros puedan volver circular. Si logramos abrir las arterias principales, pronto deberían llegar a la ciudad las mercancías y los alimentos para ayudar, en la medida de lo posible, a que Berlín recupere una cierta sensación de normalidad. La prioridad es alimentar a miles de bocas hambrientas y devolver, así, algo de esperanza.
Estoy al lado del veterano sargento Richter cuando reúne a un grupo de soldados. Llevo con él media vida. Cuando lo promocionaron, a mí me ascendieron a cabo. ¿Mérito o simplemente estuve en el lugar adecuado? A estas alturas, qué más da. Richter no es hombre de muchas palabras, pero fue un soldado ejemplar y es un buen oficial. Hay pocas personas a las que le confiaría mi vida y el sargento es una de esas pocas; si él se mueve, aunque sea a la boca del Infierno, yo lo sigo sin preguntar. También ha pedido al doctor Müller que venga con nosotros por si es necesario atender a algún herido. Nuestro destino: la antigua y majestuosa ciudadela de Spandau, seriamente dañada por los incesantes ataques con artillería producidos durante el asedio. Los inevitables daños colaterales de una guerra. El precio a pagar por derrotar al gran Napoléon.
El alto mando considera que volver a darle lustre a uno de los símbolos de la ciudad levantará la moral de los habitantes de Berlín, pero, en cuanto hemos llegado a la ciudadela de Spandau, nos han informado de un desafortunado suceso: un hombre llamado Herman Schmidt ha aparecido muerto a pies de la torre Juliuisturm, situada en uno de los bastiones de la muralla de la ciudadela. El sargento Richter enseguida ha mandado que aseguremos el perímetro del torreón y que interroguemos a los transeúntes para averiguar qué demonios ha pasado. Me indica que acompañe al doctor Müller mientras examina el cuerpo del pobre desgraciado. Un primer vistazo no revela nada destacable, pero resulta chocante que no presente ninguna contusión ni herida externa. El doctor no se da por vencido y, justo cuando gira al finado para echar un vistazo a la espalda, descubre, asombrado, que algo de líquido sale por la boca del muerto. Tras inspeccionarlo con más calma y comprobar que se trata de agua, me mira y confirma que los pulmones están encharcados. ¿Este hombre ha muerto ahogado? Confundido, miro alrededor. No hay foso ni pozos y, aunque la ciudadela de Spandau está rodeada por las aguas del Havel y del Spree, ¿cómo diablos llegó el cadáver hasta aquí si ya estaba muerto?
Regresamos junto al sargento. El doctor le explica lo que ha encontrado y Richter se encoge de hombros, es un hombre pragmático y enseguida pasa a otro asunto: nos pone al corriente de lo que han podido averiguar después de preguntar a los testigos que vieron el cadáver. De entre todos ellos, destaca el testimonio de un honrado panadero que ha explicado que encontró el cuerpo cerca de la torre Juliuisturm y que, tras notar que ya no tenía pulso, alertó rápidamente a las autoridades. El panadero ha mencionado dos detalles que llamaron poderosamente la atención del doctor Müller: alrededor de los restos del señor Schmidt se había formado un charco de agua y el cuerpo estaba muy frío, casi helado. Ese hecho, según el galeno, podría indicar que el cadáver estaba congelado en el momento de su muerte, pero ¿por qué? y ¿cómo? Estamos a finales de abril y la primavera se abre paso, ya no hace tanto frío, además ¿quién se ahoga y después, congelado, se da un paseo hasta un torreón para morir allí? Nada tiene sentido.
Con la esperanza de encontrar alguna pista, recorremos la ciudadela de Spandau, hablamos con el capataz y con varios de los operarios que están trabajando en la reconstrucción del recinto, pero no sacamos absolutamente nada. Nadie ha visto ni oído nada fuera de lo normal. Estamos a punto de abandonar la zona para regresar al cuartel e informar a comandancia de lo sucedido, cuando tropezamos con un vejete de nariz roja y mirada vidriosa que dice haberlo presenciado todo: "¡Sé quién está detrás de esta extraña muerte!", asegura alzando un tembloroso puño. El sargento Richter y el doctor Müller le dedican una mirada fugaz, no están de humor para perder el tiempo con un viejo borrachín y pasan de largo. A mí me queda algo de tiempo. Tal vez me mueve la lástima o solo es mera curiosidad, no lo sé, pero me acerco a aquel hombre. Su aliento huele callejón y a vino barato, pero escucho una perturbadora historia acerca de la torre Juliuisturm. Aquel torreón, que data del siglo XIII, había tenido a lo largo de su vida toda suerte de inquilinos: caballeros, nobles y clérigos, aunque el más especial de ellos, según contaba una antigua leyenda, residió en la torre a mediados del siglo XV; un oscuro hechicero que, decían las habladurías, había vendido su alma al diablo para poder flirtear con los secretos más ocultos de las artes arcanas.
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Editado: 03.07.2025