Mesa para dos

Prólogo. 

Mudarme por fin a un pueblo tranquilo era todo lo que quería. Sin estudios, sin oficinas, sin familia desgastante. Solo una vida simple, sin ataduras ni rutinas asfixiantes. Con mi pareja, encontramos una casa espaciosa y barata, demasiado barata. Pero no importaba. Era nuestra oportunidad para empezar de nuevo, lejos del ruido y la prisa. La mejor etapa de nuestras vidas.

O eso creí.

Desde la primera noche, el que se supone sería nuestro nuevo hogar feliz, se sintió extraño. No era solo el crujir de una casa vieja ni el viento filtrándose por las rendijas. Había algo más. Algo que nunca se mostraba, pero siempre estaba ahí, yo lo sentía. Una presencia que se hacía notar en susurros, en sombras que no deberían moverse y en la sensación de que, en cualquier momento, si alzaba la vista, encontraría algo observando desde la oscuridad.

Y como si eso no fuera suficiente, estaba el hombre de negro. Aparecía con la misma calma inquietante, siempre pidiendo lo mismo, él quería mi ayuda, quería que de algún modo "despertara". Su insistencia se volvió tan constante como el frío en la casa, una parte más de la rutina que tanto deseaba evitar.

Las historias del pueblo decían que hay lugares donde el pasado nunca muere, donde los que se fueron siguen aferrándose a lo que alguna vez fue suyo, a las promesas que nunca cumplieron y a las historias que no les pudieron dar un fin. Algunos hablan de un guardián del bosque que silba en la noche, de las personas que se vuelven animales, otros hablan de una mujer errante que aún busca a sus hijos. Yo nunca creí en esas cosas, mucho menos creí involucrarme de alguna manera irreal.
Tal vez fue la casa, mi pareja, el jardín, el restaurante, o simplemente fui yo, yo y mi curiosidad hacia lo que creía desconocido.




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