Mayme Logan no era una espía.
Tampoco era una cobarde. Nunca lo había sido.
Pero esa noche, caminaba por los pasillos del edificio comunitario de Valle Mestizo con los pies más livianos de lo habitual, como si el suelo mismo pudiera delatarla. Draco le había dicho que se mantuviera al margen, que no hiciera olas, que esperara a que las aguas se calmaran. Ella había asentido sin discutir… pero las palabras, los susurros, la tensión en los pasillos… eso no se calmaba. Eso la mordía por dentro.
Pasó junto al comedor principal, donde las luces estaban atenuadas y las voces flotaban como humo bajo la puerta. No quería escuchar. No quería.
Pero escuchó.
—…no es justo, Hermione.
Se quedó paralizada.
La voz era conocida. De Hogwarts. Nora Whitlock. Mayme tragó saliva y se pegó a la pared, la espalda recta, el corazón latiendo como si fuera un tambor de guerra. Sabía lo que venía. Lo sabía desde el primer día que puso un pie en el Valle.
—A mí me atrapó en una red anti-muggles y me dejó colgada de una lámpara por dos horas.
El recuerdo la golpeó como un puño cerrado. Lo había hecho. Lo recordaba. Y recordaba que se había reído.
Otra voz: Vicky Spring.
—¡A mí me robó una capa encantada y la usó para infiltrarse en el invernadero solo para reírse de los mestizos que estudiábamos Herbología!
Y entonces, en el silencio que siguió, Mayme sintió algo que no se permitía sentir nunca: miedo.
No miedo a ellos. Miedo a sí misma. A todo lo que sí había sido. A que el cambio que estaba intentando no fuera suficiente. A que jamás la perdonaran, no porque no quisieran, sino porque no podían.
Se dio vuelta para irse, para no escuchar más, pero entonces Hermione habló. Y esa voz, tan firme, tan justa, la clavó en el lugar.
—Lo sé. No voy a negar su pasado, porque sería insultante para ustedes. Pero también sé que todos merecen una segunda oportunidad.
Mayme sintió los ojos humedecerse. No lloraba. No lloraba desde que tenía quince años y su madre le dijo que “las Logan no lloran, aplastan”.
—Porque cambiar sin pedir perdón es difícil. Implica que estás luchando contigo mismo sin esperar absolución inmediata.
Esa frase le dolió más que todas las acusaciones juntas.
Porque era verdad.
Porque Mayme no se había disculpado.
No porque no quisiera. Sino porque… no sabía cómo. No sabía si podía hacerlo sin sonar falsa, sin temblar, sin romper esa coraza que la mantenía entera.
No quería que la vieran rota. No ellos. No Draco. No Harry.
—Entonces yo misma la sacaré de aquí —dijo Hermione—. Pero mientras esté demostrando que puede cambiar, no la vamos a juzgar como si aún tuviera diecisiete años.
Y entonces sí, Mayme se derrumbó por dentro. No lloró. Pero se apoyó contra la pared como si el peso del mundo la estuviera empujando hacia el suelo. Se cubrió el rostro con las manos. Respiró hondo, una, dos, tres veces.
Estaba cambiando.
Estaba intentando cambiar.
No porque quisiera que la perdonaran. Sino porque estaba harta de ser lo que había sido. Porque le dolía no poder entrar a una habitación sin que todos se tensaran. Porque cada palabra amable que Harry le decía la hacía sentir menos monstruo. Porque por primera vez en su vida, quería que alguien la viera… y no se asustara.
Esa noche, cuando Harry volvió a casa, la encontró sentada en el suelo, justo en el rincón donde habían compartido el té la noche anterior.
No dijo nada. Solo se sentó frente a ella, en silencio.
Mayme levantó los ojos. Había algo distinto en su rostro. Algo roto, pero bello.
—Hoy supe todo lo que fui —dijo, sin dramatismos, solo con cansancio.
Harry la miró sin juicio, sin lástima.
—Y mañana puedes elegir quién quieres ser.
Mayme asintió, bajito.
—¿Y si no saben perdonarme?
—Entonces te perdonas tú —respondió él—. Y empiezas de nuevo. Cada día. Hasta que seas quien sabes que puedes ser.
El silencio los envolvió como un hechizo suave. Y por primera vez, Mayme no sintió que estaba sola.