—¿Harry? —La voz de Mayme sonó desde el otro lado del pasillo, suave, pero con un dejo de preocupación.
Harry estaba junto a la ventana, con una taza de té que ya no estaba caliente, observando el cielo nublado del Valle Mestizo. Había recibido tres lechuzas en menos de media hora. Ninguna de Ginny.
Todas con una sola imagen adjunta.
Él y Mayme. En su sala. Abrazados. Sonriendo.
La foto estaba claramente tomada desde afuera, a través del cristal de la ventana. La firma era pequeña, grabada a mano en la esquina inferior derecha:
“P estuvo aquí.”
Harry no necesitó más para saber que alguien los vigilaba.
—¿Todo bien? —repitió Mayme, acercándose, con un suéter largo y las piernas descalzas. Su tono había perdido toda su habitual seguridad. Ahora había en ella algo más… vulnerable.
Él no contestó de inmediato. Cuando por fin giró la cabeza, sus ojos estaban cargados de preocupación.
—Nos están observando —dijo al fin—. No solo a ti. A mí también. A nosotros.
Mayme se detuvo a mitad de camino. En su mano tenía un segundo té, que tembló un poco antes de apoyarlo en la mesa.
—¿La foto… ya se está difundiendo? —preguntó.
Harry asintió. Luego caminó hacia el sofá, se dejó caer pesadamente, como si de pronto el peso de toda la situación se hubiera instalado sobre sus hombros.
Mayme lo miró, pero no se movió. No aún.
—¿Y qué dice? —preguntó finalmente.
—Nada. Solo la imagen… y la firma. Como si no hiciera falta decir nada más.
Mayme respiró hondo.
—¿Y Ginny?
Harry soltó una risa breve y amarga.
—No ha dicho nada. Pero no me hace falta que lo haga. La conozco. Esta vez… no va a perdonarme.
Mayme bajó la mirada.
—No fue tu culpa.
—¿No? —Harry la miró con un dejo de ironía—. ¿Y de quién es entonces? ¿Mía por haber bajado la guardia? ¿Tuya por haber intentado empezar de nuevo?
—Del que tomó la foto —dijo ella con firmeza, por fin acercándose—. Del que decidió manipular lo que vio para hacer daño. No nuestro.
Harry la miró durante unos segundos más. Luego, bajó la vista a sus manos, donde aún tenía la imagen doblada. La arrugó sin pensar.
—No puedo evitar pensar que... —comenzó, pero se interrumpió.
—¿Qué?
—…que esto nos va a romper antes de que algo siquiera empiece.
Mayme bajó la mirada. Pero entonces, en lugar de irse o cambiar de tema, hizo algo inesperado.
Se sentó en el suelo, frente al sofá, y apoyó la cabeza en las rodillas de Harry, muy despacio, como pidiéndole permiso sin palabras.
Él no se movió. Solo la miró.
—No estoy acostumbrada a que me defiendan —dijo ella, en voz baja—. Pero tú lo hiciste. Y no porque creas que soy perfecta. Sino porque viste que estaba tratando. Porque estoy tratando.
—Lo sé —murmuró Harry—. Lo veo.
El silencio se instaló un momento, lleno de electricidad.
Mayme levantó la vista, despacio.
Los ojos de Harry estaban en ella. Fijos. Más cálidos que nunca.
Y entonces, sin necesidad de más palabras, lo supo.
La mirada de Harry Potter había cambiado.
Ya no era la del amigo protector. Ni la del auror vigilante.
Era una mirada suave, profunda, y llena de algo que se estaba cocinando a fuego lento desde que ella entró a su casa con esa maleta desgastada.
Cariño.
Confianza.
Y amor.
—No sé si esto es una locura —susurró él, con un hilo de voz.
Mayme sonrió por primera vez en el día.
—Yo sí lo sé —respondió—. Lo es. Completamente.
Y ambos rieron, despacio, sin moverse del lugar. Como si ese instante, tan breve y perfecto, pudiera protegerlos de todo lo que estaba por venir.
Y justo entonces… la ventana crujió levemente.
Harry giró la cabeza, pero no alcanzó a ver nada. Solo una sombra.
Y una ráfaga de viento.
Demasiado tarde.
Otra fotografía había sido tomada.
Desde el rincón opuesto de la calle, entre las sombras, una figura encapuchada bajó su cámara mágica.
La sonrisa era torcida. Orgullosa.
—Gracias por ser tan predecibles, tortolitos —susurró con veneno—.
Ahora... a entregarla a Panecillo.