La lluvia golpeteaba contra la ventana como miles de dedos ansiosos por entrar. Yo solo tenía diez años, y ese sonido debería haberme arrullado, pero era el preludio de la tormenta que estaba a punto de romper mi vida.
El portazo retumbó en la casa, un sonido tan seco y definitivo que el mismo aire contuvo la respiración. Corrí al pasillo. Mamá estaba allí, de espaldas, con un vestido que nunca le había visto. Tenía la maleta en la mano.
—¿Mamá?
Se giró. Su rostro, tan familiar, estaba transformado por una mueca de impaciencia y algo más… algo que no entendí entonces, pero que ahora identifico como puro odio. Su mirada no era la de una madre. Era la de un extraño atrapado en una pesadilla.
—¿A dónde vas? —pregunté, mi voz un hilito de miedo.
—Lejos de aquí. Lejos de todo esto —su voz era fría, un cuchillo de hielo—. Y lejos de ti.
Las palabras me golpearon en el estómago. “Lejos de ti”. No dijo “de todos”. Dijo “de ti”.
—¿Por qué? —susurré, sintiendo cómo las lágrimas empezaban a nublarme la vista.
Ella se acercó, y por un segundo creí que iba a abrazarme, a decirme que era una broma. Pero se detuvo. Su perfume, tan familiar, me envolvió como un fantasma cruel.
—Porque cada vez que te miro, me recuerdas a tu padre. Y me recuerda lo que esta familia me robó. Eres un error que no puedo seguir cargando.
“Un error”. Yo era un error.
Sin más, giró sobre sus tacones y abrió la puerta. La cortina de lluvia la engulló. El coche que esperaba arrancó y se perdió en la neblina gris de la tarde. Se fue sin mirar atrás. Ni una sola vez.
Me quedé tiesa en el pasillo, empapada por el frío que entraba, sintiendo que algo dentro de mí se quebraba para siempre.
Fueron horas, o tal vez días. Papá llegó. Le conté entre sollozos. Él no lloró. Se puso muy pálido, muy quieto. Se encerró en su estudio con Leo, mi hermano mayor, de dieciséis años entonces. Gael, de catorce, me abrazó en el sofá, temblando tanto como yo, tratando de ser fuerte.
—No nos separaremos —me juró—. Los tres juntos. Siempre.
Creí en su promesa. Era lo único que me quedaba.
Pero las promesas, aprendí, son frágiles.
Tres semanas después, papá hizo las maletas. Dos maletas grandes. Leo, con los ojos rojos y evitando mi mirada, empacó la suya.
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Editado: 01.09.2025