El zumbido del despertador era como un taladro perforando el frágil cristal de mis sueños. Mi mano salió de debajo de la manta, golpeando el botón con una violencia que hizo temblar la mesilla de noche. Silencio. Demasiado silencio. En la quietud del amanecer, los ecos de los portazos siempre son más fuertes.
Me vistieron con la misma prisa con la que me abandonaron. Vaqueros negros, una sudadera holgada, una armadura contra miradas curiosas. En el pasillo, el suelo crujió bajo mis pies justo donde ella había dejado la maleta. Cada mañana, el mismo recordatorio.
El aroma a café y pan tostado me guió hasta la pequeña cocina. Gael estaba de espaldas, friendo un huevo. Su espalda, ancha y un poco encorvada, parecía cargar con el peso de los muebles viejos y los libros apilados en cada rincón de este apartamento que olía a papel envejecido y a soledad compartida.
—Buenos días, Elita —dijo sin girarse, su voz aún ronca por el sueño. Su apodo para mí, un intento de dulzura que a veces se me atragantaba.
—Huele a quemado —murmuré, deslizándome en una de las sillas de madera que chirriaban protestas.
—Es el toque especial —respondió, por fin volviéndose. Llevaba las gafas ligeramente empañadas y una pequeña mancha de grasa en la mejilla. Sus ojos, del mismo castaño que los míos, me escanearon con esa preocupación que se había convertido en su expresión por defecto. —¿Has dormido?
—Como un tronco —mentí, apartando la mirada hacia la ventana. El cielo estaba de un gris aplastante, apropiado.
Colocó el plato delante de mí, el huevo perfectamente soleado a pesar de todo.
—Hoy es solo un día más. Cabeza alta, ¿vale? No les des nada.
—No tengo nada que darles —dije, clavando el tenedor en la yema, que sangró amarillo.
Él suspiró, un sonido cansado que conocía demasiado bien. Se sentó frente a mí, su taza de café entre las manos. —Sí que lo tienes. Y ellos lo saben. Olfatean el miedo, Elara. Como buitres.
—¿Y qué quieres que haga? —espeté, la furia subiéndome de repente como la marea, caliente y amarga—. ¿Qué sonría y finja que no me importa que mis padres nos tiraran a la basura? ¿Que no me importa que él se llevara a Leo y nos dejara aquí pudriéndonos?
Gael no se inmutó. Había visto esta película demasiadas veces. —Quiero que respires. Que no dejes que te saquen de tus casillas. No otra vez.
“No otra vez”. La advertencia pesaba más que cualquier regaño. Era el recordatorio de mi expulsión, de la furia negra que me poseía y hacía que rompiera cosas, que gritara hasta quedarme ronca. Aquel fue el último regalo de mis padres: un pozo de ira del que era imposible escapar.
El trayecto en autobús fue una blur de rostros anónimos y paisajes grises. Gael me acompañó hasta las puertas del nuevo instituto, un edificio de ladrillo rojo que parecía querer intimidar.
—¿Vas a estar bien? —preguntó, ajustándose la mochila en el hombro. Su lenguaje corporal era tenso, preparado para cualquier cosa.
—Claro. Soy una chica nueva y misteriosa. Les encantaré —dije con sarcasmo, endureciendo mi propia postura, cruzando los brazos sobre el pecho.
Él asintió, sin estar convencido.
—Te recojo a las cuatro. Aquí mismo.
No me dijo “suerte”. Sabía que no la necesitaba. Necesitaba una coraza a prueba de balas.
El sonido de mis propias pisadas en el linóleo del pasillo principal era ensordecedor. Sentía las miradas como alfilerazos en la nuca. No te ven, me dije. Ven una historia. Y quieren saber cómo termina.
La primera clase fue un suplicio de presentaciones forzadas. Cuando me tocó a mí, me limité a decir mi nombre. La profesora esperó a que añadiera algo más. El silencio se hizo pesado, incómodo. Me senté de nuevo, las yemas de los dedos entumecidas por cómo las apreté contra las palmas de las manos.
Fue en el pasillo, entre clases, cuando sucedió. Iba buscando la puerta del aula de Literatura, con la cabeza gacha, mapeando las grietas del suelo, cuando una voz dulce como el veneno cortó el aire a mi lado.
—Oh, mira, David. Creo que es la nueva.
Alcé la vista. Era Sara. Pelo perfecto, sonrisa más perfecta aún. A su lado, David, alto y con una sonrisa de superioridad que hacía que me picaran los nudillos.
—Parece un poco perdida —dijo él, mirándome de arriba abajo como si evaluara ganado—. ¿Necesitas que te mostremos el camino?
—Elara —dijo Sara por mí, su tono falsamente amable—. Se llama Elara. ¿Verdad que es un nombre raro? Como de fantasma triste.
Sentí que el calor me subía por el cuello, una oleada familiar de humillación y rabia. Mi corazón empezó a martillear contra mis costillas, tan fuerte que casi me mareé.
—Déjenme en paz —logré decir, pero mi voz sonó débil, quebradiza. Una presa asustada.
—¿En paz? —David hizo un falso puchero—. Solo queremos ayudar. Es duro llegar nueva, sin amigos… ¿sin familia?
La palabra me golpeó en el plexo solar. Me dejó sin aire. Ellos saben. ¿Cómo saben? Mi mirada debió delatar mi pánico, porque la sonrisa de Sara se ensanchó, triunfal.
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Editado: 06.09.2025