Metamorfosis

Capítulo 2

Esto contiene: @mohammad_wasif07

El timbre de salida sonó como un disparo de salida. No corrí, pero mi caminar fue tan rápido y decidido que esquivé los cuerpos en el pasillo con la destreza de quien huye de una explosión. Necesitaba aire. Necesitaba silencio. Necesitaba el único lugar donde el mundo exterior, con sus miradas y sus susurros envenenados, no podía seguirme.

La lluvia fina de la tarde empapó mi sudadera durante los diez minutos de camino hasta "El Rincón de Páginas". La librería estaba enclavada en una callejuela adoquinada, lejos del bullicio principal. Su fachada era de madera oscura, con una ventana antigua tras la cual se amontonaban pilas de libros en un aparente desorden que solo Gael entendía. La campanita de la puerta anunció mi entrada con un tintineo suave y familiar, un sonido que me lavó instantáneamente el zumbido agresivo del instituto.

El aroma me envolvió como un abrazo: papel viejo, lomo de cuero, madera encerada y un tenue rastro del incienso de sándalo que Gael encendía por las tardes. Era el olor de la calma, de lo predecible, de lo que no te grita ni te abandona.

—¿Elita? —la voz de Gael llegó desde algún lugar entre las altas estanterías de roble que se erguían como árboles en un bosque sagrado.

—Soy yo —respondí, dejando caer la mochila pesada de libros y tensiones junto a la puerta. Me quité las zapatillas mojadas, un ritual tácito para no manchar el suelo de madera pulida.

Apareció por el pasillo central, con una pila de libros en los brazos que le llegaba hasta la barbilla. Llevaba puestas sus gafas, empañadas en los bordes, y una fina capa de polvo de libros en el hombro izquierdo de su jersey marrón. Su mirada me escaneó de inmediato, buscando grietas, daños.

—¿Cómo fue? —preguntó, su tono era casual, pero sus ojos no se movían de los míos.

—Como esperábamos —dije, encogiéndome de hombros y desviando la mirada hacia una mesa donde se apilaban libros recién llegados. No podía contarle lo de Sara y David. No todavía. No sin que la rabia me volviera a atrapar—. Algunos miran. Otros susurran. La profesora de Historia me hizo leer en voz alta. Mi voz sonaba como si tuviera un sapo en la garganta.

Gael asintió lentamente, colocando su pila con un cuidado reverencial en el mostrador de caja.

—Eso pasará. Solo es el primer día. ¿Alguien…?

—Nadie me hizo nada, Gael —corté, más brusca de lo que pretendía. Respiré hondo, suavizando la voz—. ¿Necesitas ayuda con eso?

Él me miró, sabiendo que estaba desviando el tema, pero lo dejó estar. Era nuestro baile: él presionaba, yo esquivaba, y él retrocedía, eligiendo sus batallas.

—Sí. Puedes ayudarme a poner precio a estos. La caja de etiquetas y el lector de código de barras están debajo.

Me deslicé detrás del mostrador, un espacio reducido que era nuestro mundo en miniatura. Aquí, el tiempo parecía fluir de otra manera, más lento, teñido por la luz cálida de las lámparas de pie con pantalla verde. El sonido era el susurro de las páginas al ser hojeadas por clientes ocasionales y el crepitar leve de la vieja estufa de leña en un rincón.

Me senté en el taburete, cogí el primer libro. Era una edición vieja de "Cumbres Borrascosas", sus páginas amarillentas y con ese olor a historia y melancolía que tanto me gustaba. Presioné la pistola de etiquetas. “Clac. 12,50 €”. El sonido mecánico era terapéutico. Repetitivo. Seguro.

Gael se movía entre las estanterías, reorganizando, pasando un paño por los lomos, sus movimientos pausados y eficientes. Lo observé a escondidas. Su espalda ancha, su ceño fruncido de concentración. Él había querido estudiar Literatura, no venderla. Pero este lugar, este refugio que había creado para nosotros, se había convertido en su ancla tanto como en la mía.

—¿Elara? —dijo sin girarse, como si sintiera mi mirada.

—¿Hmm?

—¿Recuerdas la primera vez que viniste aquí?

Cómo olvidarlo. Hacía un año, justo después de que papá y Leo se fueran. Lloré durante tres días seguidos. Al cuarto, Gael me cargó en coche, me trajo aquí y me dijo: "Elige uno. El que quieras. Para que veas que algunas cosas buenas sí permanecen". Elegí un libro de ilustraciones de bosques. Me pasé horas en un rincón, simplemente pasando páginas, ahogando los sollozos en el sonido del papel.

—Sí —murmuré, la voz un poco quebrada—. Lo recuerdo.

—Pues esto sigue siendo igual —dijo, volviéndose por fin. Se apoyó contra una estantería, cruzando los brazos. Tenía una mancha de tinta roja en la mejilla—. Los libros no se van. No te juzgan. Solo están. Esperando a que estés lista para ellos.

Sus palabras, simples y sinceras, me atravesaron. Mi garganta se cerró. Quise decirle lo de los buitres, lo de la palabra "huerfanita" flotando en el aire como un puñal. Pero las palabras se atascaron, convertidas en un nudo doloroso en la garganta. En lugar de eso, bajé la cabeza, concentrándome en otra etiqueta. “Clac. 8,90 €”.

—Lo sé —logré susurrar.

Él no insistió. Se acercó al mostrador y empezó a ordenar los libros que yo ya había etiquetado. Su silencio no era incómodo. Era comprensivo. Era un paraguas abierto bajo la misma tormenta.




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