El aula de Literatura era la única que no me producía claustrofobia. Tal vez porque las historias respiraban en ella, expandiendo las paredes con cada página abierta. Olía a tiza, a madera vieja y a la humedad tenue que se escapaba de los libros almacenados en las estanterías traseras.
Me había sentado en la última fila, junto a la ventana, un puesto estratégico para observar sin ser el centro de nada. La lluvia de la mañana repiqueteaba suavemente contra el cristal, dibujando carriles serpenteantes que distorsionaban el gris del mundo exterior.
El profesor Hernández, un hombre de pelo canoso y sonrisa tranquila, escribió un título en la pizarra con letra pulcra: "La poesía como refugio y rebelión". Un murmullo de aburrimiento recorrió el aula. Yo, en cambio, me incliné ligeramente hacia adelante. Refugio. Esa palabra me pertenecía.
La campanada de entrada había sonado hacía unos minutos, y la silla a mi lado seguía vacía. Una pequeña victoria. Extendí mi brazo sobre la mesa, reclamando el espacio como propio, y saqué mi edición gastada de “Cumbres borrascosas”, mi escudo personal contra las miradas ajenas.
Fue entonces cuando la puerta se abrió de par en par. Un chorro de aire frío y el sonido de la lluvia se colaron en el aula. Y él entró.
Llevaba la chaqueta de cuero oscura salpicada de gotas, el pelo mojado peinado hacia atrás de cualquier manera, y una sonrisa de disculpa fácil en los labios. Sus ojos, de un verde intenso y desconcertante, barrieron el aula en busca de un asiento. El único libre era el mío.
Una punzada de pánico me recorrió la espina dorsal.
—No. Por favor, no. —Apreté el libro entre mis manos hasta que los nudillos se pusieron blancos. Bajé la mirada, fijándola en las palabras de Emily Brontë como si fueran un hechizo de protección. “No me hables. No me mires. Solo siéntate y desaparece”.
Sus pasos se acercaron. Percibí la sombra que proyectó sobre mi mesa, el leve crujido de la chaqueta de cuero al moverse, el aroma a lluvia limpia y a jabón de bosque que traía consigo. La silla se raspó contra el suelo cuando la apartó.
—¿Ocupado? —preguntó su voz. Era más grave de lo que había imaginado, con un tono relajado que sonaba genuino.
Negué con la cabeza, sin alzar la vista. Mi corazón latía con un ritmo desbocado y absurdo contra mis costillas. Él se sentó, y su presencia pareció llenar todo el espacio a mi lado, calentando el aire a su alrededor. Movió su silla un poco, acomodándose, y su brazo rozó el mío por una fracción de segundo.
Una descarga eléctrica, caliente e instantánea, me recorrió el brazo. Me estremecí, retrocediendo unos milímetros como si me hubiera quemado. Él lo notó. Un silencio incómodo se instaló entre nosotros, solo roto por la voz monótona del profesor hablando de métrica y metáforas.
Me forcé a respirar, a concentrarme en la pizarra, pero mi atención periférica estaba completamente centrada en él. Sacó un cuaderno arrugado y un bolígrafo que se le cayó al suelo rodando hasta mis pies.
—Mierda —murmuró él, agachándose para recogerlo.
Nuestras miradas se encontraron por primera vez. De cerca, sus ojos verdes eran aún más impactantes, llenos de matices dorados y una chispa de exasperación divertida. Una sonrisa torcida asomó a sus labios.
—Siempre me pasa —dijo en un susurro, como compartiendo un secreto.
Yo no dije nada. Solo pude devolverle la mirada, paralizada, sintiendo que mi máscara de indiferencia se resquebrajaba bajo el peso de su simple… normalidad.
El profesor Hernández nos asignó una lectura. Un poema de Benedetti. “No te rindas”. La ironía era tan gruesa que casi pude saborearla. Mientras los demás abrían sus libros de texto, él se giró ligeramente hacia mí.
—Oye, perdón por antes —dijo, su voz aún baja—. El choque de trenes. No vi tu brazo.
—No pasa nada —logré articular, aunque las palabras sonaron roncas, como si no las hubiera usado en años.
Su mirada bajó entonces al libro que yo aún aferraba con fuerza de ahogada. Sus cejas se arquearon, interesadas.
—Cumbres Borrascosas —leyó en voz baja. Su tono cambió, se volvió más suave, casi reverencial—. Vaya. Eso sí es adentrarse en el territorio de la ira y el amor destructivo sin red.
La sorpresa me hizo bajar la guardia por un segundo.
—¿Lo has leído? —pregunté, y mi voz sonó menos tensa, casi curiosa.
—Mi madre es profesora de literatura —dijo con un encogimiento de hombros, como disculpándose—. Me crie a base de clásicos y café fuerte. Heathcliff es… bueno, es un personaje, ¿no? Tanto dolor que solo sabe generar más dolor.
Sus palabras me golpearon directamente en el pecho. Era una descripción tan precisa de lo que yo sentía a veces que me dejó sin aliento. Él no estaba recitando un análisis de clase. Estaba hablando de verdad. Miré el libro y luego sus ojos verdes, buscando burla, falsedad. No encontré nada. Solo interés genuino.
—Es… intenso —admití, suavizando mi agarre en el libro.
—Esa es una forma de decirlo —sonrió, y esta vez la sonrisa le llegó a los ojos, creando pequeñas arrugas en sus comisuras—. Yo siempre preferí a Catherine. Al menos ella era consciente de su propia tormenta.
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Editado: 06.09.2025