El timbre del almuerzo sonó como un disparo liberador. Me apresuré a guardar mis cosas, intentando escabullirme hacia mi rincón solitario junto a la ventana del pasillo, lejos del bullicio agobiante del comedor. Pero antes de que pudiera dar tres pasos, una voz alegre y decidida cortó el aire a mi espalda.
—¡Oye, tú! La de Cumbres Borrascosas.
Me di la vuelta, sintiendo cómo el corazón me daba un vuelco de puro pánico. ¿Era Sara? ¿Otra trampa? Pero no. Era la chica que siempre estaba cerca de Mateo. Claudia. Llevaba el pelo teñido de un Lila vibrante recogido en dos coletas altas, unos vaqueros con rotos en las rodillas y una chaqueta de mezclilla llena de parches de bandas que no reconocía. Su sonrisa era amplia y desenfadada, y sus ojos marrones brillaban con una curiosidad que no parecía malintencionada.
—Yo… eh… sí —balbuceé, aferrando mi mochila con fuerza frente a mi pecho, como un escudo.
—Genial. Mateo me dijo que eras nueva y que tenías buen gusto literario —dijo, cerrando la distancia entre nosotras con dos zancadas energéticas. Olía a chicle de fresa y a entusiasmo—. Vente con nosotros. Comemos siempre en las escaleras de atrás. Es más tranquilo y no huele a frito rancio.
La invitación fue tan rápida y directa que me dejó sin aire. Mis ojos se fueron instintivamente detrás de ella, buscando en el gentío. Y allí estaba él. Mateo, apoyado contra una taquilla un poco más allá, con una bolita de papel aluminio en la mano y una sonrisa tímida pero alentadora en los labios. Asintió levemente cuando nuestras miradas se encontraron.
—Yo… no sé —trague saliva, sintiendo cómo la familiar ansiedad trepaba por mi garganta—. No quiero molestar.
—¿Molestar? —Claudia soltó una risa corta y genuina, como campanitas—. Por favor, Mateo y yo llevamos comiendo juntos desde primaria. Ya agotamos todos los temas de conversación posibles. Necesitamos sangre nueva. Vamos, ¿eh? Te prometo que no muerdo. A menos que me lo pidas, claro.
Su broma torpe y desenfadada me tomó tan por sorpresa que un sonido entrecortado, algo que podría haber sido una risa ahogada, se escapó de mis labios. Claudia lo tomó como un sí triunfal.
—¡Perfecto! —exclamó, enlazando su brazo con el mío con una naturalidad pasmosa.
Yo me puse rígida como una tabla. El contacto físico inesperado, no hostil, me resultó abrumador.
Su brazo era cálido y firme contra el mío. No me estaba arrastrando, pero su determinación era imposible de contener. Me guio a través del mar de estudiantes, y yo seguí, aturdida, como un barco a la deriva remolcado por un remolcador muy colorido.
Mateo se unió a nosotros, caminando a mi lado.
—No le hagas caso a todo lo que diga —murmuró, su hombro rozando el mío—. Solo obedece a la primera, es más fácil.
—¡Oye! Te oigo, Mateo Soler —protestó Claudia desde mi otro lado, apretando mi brazo un poco más—. No arruines mi operación de reclutamiento. Elara, él es un amargado. No le hagas caso a él.
Llegamos a unas escaleras de cemento en un patio trasero semiabandonado. El sol de la tarde se colaba por los ventanales altos, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire. Era notablemente más tranquilo que el comedor principal. Mateo se sentó en un escalón, desdobló su papel de aluminio para revelar un sándwich y partió uno en dos trozos.
—¿Quieres? —me ofreció la mitad.
—Oh, no, yo… tengo… —empecé a decir, buscando mi propia bolita de aluminio con la merienda que Gael me había preparado.
—Toma —insistió Claudia, soltando mi brazo y sentándose a mi lado, tan cerca que nuestros muslos casi se tocaban. Ella sacó una bolsa de patatas fritas y la abrió con un estallido—. Norma no escrita: aquí se comparte todo. Es la ley del patio trasero.
Mateo dejó la mitad del sándwich en mi regazo, sobre el papel de aluminio, con una naturalidad que no admitía discusión. Era de jamón y queso. Simple. Normal. Me sentí observada, como un animal extraño en un zoológico, pero sus miradas no eran de curiosidad malsana.
Mateo mordió su mitad, distraído, mirando el patio. Claudia me miraba directamente, sonriente, esperando a que yo comiera.
—Así que… Elara, ¿verdad? —preguntó Claudia con la boca medio llena de patatas—. ¿De dónde vienes?
—De… por ahí —respondí, evasiva, cogiendo el sándwich con dedos que temblaban ligeramente. El pan estaba blando, la mantequilla un poco fría. Era exactamente como lo hacía Gael.
—Misteriosa. Me gusta —declaró Claudia, como si hubiera dicho algo fascinante—. Nosotros somos de aquí. Criados y todo. Aburridísimo. ¿Y te gusta el punk rock?
La pregunta me pilló tan fuera de guardia que tosí.
—¿El qué?
—El parche de tu mochila —señaló con la cabeza hacia mi mochila, donde un viejo parche de The Clash que Gael me había dado estaba cosido de forma un poco torcida—. “London Calling”. Buenísimo. Tenemos que llevarte a un concierto. Hay una banda local que toca en un garaje los sábados. Suena a latas, pero en el buen sentido.
Mateo resopló, una sonrisa jugueteando en sus labios.
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Editado: 06.09.2025