El cuaderno de dibujo era mi territorio privado, el único lugar donde mis demonios no rugían, sino que fluían a través del grafito y la tinta. Era una extensión de mi piel, de mis venas.
Allí, entre sus páginas, la ira se convertía en líneas agresivas y sombreados profundos, el dolor en paisajes desolados, y el miedo en ojos que miraban desde la oscuridad. Era mi diario no escrito, mi mapa mental, y lo protegía con la ferocidad de una fiera guardando a su cría.
Ese día, en el bullicioso pasillo de cambio de clase, cometí un error. Un error catastrófico. Al sacar el libro de Física de mi mochila, el cuaderno se deslizó fuera, cayendo al suelo con un golpe sordo justo a los pies de Sara. Mi corazón se detuvo. Me abalancé hacia él, pero ella fue más rápida. Con una sonrisa de triunfo felino, lo recogió con dedos largos y cuidadosamente manicurados.
—¿Qué tenemos aquí? —canturreó, hojeándolo con falsa curiosidad. Su manicura roja sangre contrastaba brutalmente con el papel blanco y mis dibujos en blanco y negro.
—Dámelo —dije, y mi voz no sonó como mía. Sonó a grito ahogado, a pánico puro y duro. Mi cuerpo entero se tensó, los músculos preparados para saltar. El zumbido familiar empezó en mis oídos, un preludio de la tormenta.
David se materializó a su lado, como un sabueso atraído por el olor del miedo.
—Vamos, Sara, deja ver. A ver qué secretos esconde la artista.
—¡Es mío! —insistí, alargando la mano. Noté cómo mis dedos temblaban de forma incontrolable.
Sara ignoró mi súplica. Abrió el cuaderno por una página al azar. Era un dibujo reciente: una figura diminuta y encogida al pie de una puerta gigantesca y cerrada, de la que solo se veía la parte inferior. La sombra de la puerta la engullía por completo.
—Qué dramático —comentó Sara con una risa hueca—. ¿Es tu papá saliendo a por cigarrillos, cielo?
La punzada fue física, un cuchillo clavándose en mis entrañas. Jadeé, sin aire. David se rió, un sonido gutural y cruel.
—Mira este —dijo Sara, pasando otra página. Este era peor. Un autorretrato distorsionado, donde mis propios ojos me miraban llenos de un pánico animal, y mi boca estaba abierta en un grito silencioso. Lo había dibujado después de una pesadilla particularmente vívida.
—Vaya, qué alegría debes ser en las fiestas —se mofó David, señalando el dibujo con desdén—. Pareces posesa.
—Cállate —susurré, pero mi voz se quebró. Las lágrimas, de rabia y de humillación, empezaron a nublar mi visión. El pasillo a mi alrededor se difuminó. Solo existían ellos, mi cuaderno, y la creciente bestia de mi furia que se agitaba, exigiendo ser liberada.
Apreté los puños, sintiendo cómo las uñas se clavaban en mis palmas. “No otra vez, Elara. No otra vez”, repetía la voz de Gael en mi cabeza, pero se ahogaba bajo el rugido.
—¡Dámelo ya! —grité, y esta vez mi voz sonó rasgada, al borde del estallido.
Fue entonces cuando una mano se posó con suavidad, pero firmeza en mi hombro. No era un agarre hostil. Era… ancla. Me giré, sobresaltada. Mateo estaba allí. No me miraba a mí. Su mirada, usualmente tranquila y divertida, estaba fija en Sara y David. Era una mirada fría, plana, como el acero. Claudia estaba justo detrás de él, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, una furia silenciosa irradiando de su pequeño cuerpo.
—Devuélveselo, Sara —dijo Mateo. Su voz no era alta, pero cortó el bullicio del pasillo como un cuchillo. No había enfado en ella. Solo una autoridad tranquila e inesperada.
Sara parpadeó, sorprendida por el desafío directo.
—¿Qué te importa a ti, Soler? ¿Es tu novia ahora? No sabía que te gustaran las inestables.
La palabra, dicha con tanto desprecio, hizo que me estremeciera. Mateo, sin embargo, no se inmutó. Ni siquiera pestañeó.
—El cuaderno. Ahora —repitió, alargando su mano libre, la palma hacia arriba, expectante. Su postura era relajada, pero había una tensión contenida en su mandíbula, una determinación absoluta en sus hombros.
David dio un paso al frente, intentando intimidarlo con su altura que era ligeramente más alto.
—¿Vas a hacer algo, enano?
Fue Claudia quien respondió, su voz un silbido cargado de veneno.
—¿Enano? Qué original, David. ¿Se te ocurrió eso mientras te peinabas con un ladrillo?
Algunos estudiantes que habían formado un círculo a nuestro alrededor soltaron risitas nerviosas. David se ruborizó, desconcertado por el contraataque.
Mateo aprovechó el momento de distracción. Con un movimiento rápido y sorprendentemente ágil, le arrebató el cuaderno de las manos a Sara. Ella chilló, protestando, pero era demasiado tarde. Él ni siquiera la miró.
Se giró hacia mí. Su mirada se suavizó de inmediato. La intensidad glacial que había usado con ellos se derritió, reemplazada por algo… tierno. Respetuoso. Me tendió el cuaderno como si fuera una reliquia frágil.
—Toma —dijo, su voz ahora suave, solo para mis oídos.
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Editado: 06.09.2025